TRADUCCIÓN
RELATOS DE BELCEBÚ A SU NIETO G. I. GURDJIEFF
PARTE I
LIBRO PRIMERO
Capítulo 1
El Despertar del Pensamiento
Entre otras convicciones formadas en mi presencia común a lo largo de mi vida responsable y
tan peculiarmente configurada, existe la convicción indudable de que en todo tiempo y en
todo lugar de la tierra, entre personas de toda clase de evolución del entendimiento y de toda
forma de manifestación de los factores que engendran en su individualidad todos los tipos de
ideales, existe la tendencia adquirida, al emprender algo nuevo, de pronunciar
invariablemente de viva voz, o si no, al menos mentalmente, esa definida expresión al alcance
de todos, incluso de los menos instruidos, que en las distintas épocas ha encontrado formas
acordes para su formulación y que actualmente expresamos con las siguientes palabras: «En el
nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, Amén.»
Esta es la razón por la cual yo también, ahora, al lanzarme a esta aventura totalmente nueva
para mí —me refiero a la creación literaria— voy a empezar por pronunciar esta expresión y,
lo que es más, por pronunciarla, no sólo en voz alta, sino incluso con toda claridad y con una
plena (según la definían los antiguos Tolositas) «entonación totalmente manifestada»; con esa
plenitud, por supuesto, que sólo puede florecer en mi totalidad, de los datos ya formados y
perfectamente arraigados en mí para dicha manifestación; datos que se forman generalmente
en la naturaleza del hombre —dicho sea de paso— durante su edad preparatoria y que más
tarde, durante su vida responsable, engendran en él la capacidad para la manifestación de la
naturaleza y la vivificación de dicha entonación.
Habiendo comenzado así, pues, puedo ahora sentirme perfectamente tranquilo e incluso
podría llegar a tener la seguridad de que, de acuerdo con las ideas de moralidad religiosa
aceptadas por mis contemporáneos, todo cuanto acontezca a partir de ahora en esta nueva
aventura mía, habrá de desarrollarse armoniosamente y sin violencia o, como dicen algunos,
«como una pianola».
En todo caso, éste es el comienzo; en cuanto al resto, por ahora sólo puedo decir, como decía
el ciego, «ya veremos».
Antes que nada, voy a poner mi propia mano, además la derecha, que —si bien se halla
momentáneamente lesionada debido al contratiempo que no hace mucho me sobrevino— no
deja por ello de ser realmente mi propia mano que nunca jamás en toda mi vida me ha
abandonado, sobre el corazón —claro está que también el mío—, (sobre cuya constancia o
inconstancia no considero necesario explayarme aquí) para confesar con franqueza que
personalmente, no tengo el menor deseo de escribir, pero circunstancias imperiosas,
totalmente ajenas a mí me han forzado a hacerlo y yo mismo no sé si esas circunstancias
surgieron por accidente o fueron creadas intencionalmente por fuerzas extrañas. Lo que sí sé
es que dichas circunstancias no me impulsan a escribir cualquier cosa, por ejemplo, una de
esas lecturas que sirven para dormirnos después de habernos acostado, sino pesados y
voluminosos tratados.
Pero sea como fuere, voy a comenzar...
¿Pero con qué comienzo?
¡Ah, demonios! ¿Será posible que otra vez se repita aquí la desagradabilísima y altamente
extraña sensación que acerté a experimentar hace unas tres semanas, cuando ordenaba mis
pensamientos a fin de elaborar el lineamiento general de las ideas destinadas a la publicación,
y tampoco supe cómo habría de comenzar?
La sensación entonces experimentada sólo podría expresarla ahora con estas palabras: «el
temor de ahogarme en la marea de mis propios pensamientos.»
A fin de poner término a esa indeseable sensación podría haber recurrido aún entonces a la
ayuda de esa maléfica propiedad que también existe en mí, al igual que en mis
contemporáneos, y que ha llegado a ser inherente a todos nosotros, la cual nos permite, sin
que experimentemos el más mínimo remordimiento de consciencia, postergar cualquier cosa
que debamos hacer, dejándola «para mañana».
En mi caso particular, esto podría haberme resultado sumamente fácil, puesto que antes de
iniciar la elaboración efectiva de estos escritos, podía suponer que contaba todavía con
muchísimo tiempo: pero esto no es así ya, y debo, por consiguiente, comenzar sin desmayos
y, como suele decirse, «aunque reviente».
¿Pero con qué comienzo...?
¡Hurra!... ¡Eureka!
Casi todos los libros que he acertado a leer en mi vida comenzaban con un prefacio.
De modo que en este caso, también yo debo empezar con algo por el estilo.
Digo «por el estilo», debido a que, en general, en el transcurso de mi vida, desde el momento
en que comencé a distinguir un varón de una niña, nunca hice nada, absolutamente nada,
como lo hacen los demás, bípedos destructores de los bienes de la Naturaleza. Por lo tanto,
debo ahora, al escribir —y quizás esté incluso, en principio, obligado a ello— comenzar en
forma distinta a aquella en que lo hubiera hecho cualquier otro autor.
En todo caso, dejando de lado el prefacio convencional, voy a comenzar simplemente con una
Advertencia.
Esta forma de iniciar la obra será sumamente juiciosa de mi parte, si no por otra razón,
simplemente porque no se hallará en contradicción con mis principios —ya sean éstos
orgánicos o psíquicos— ni tampoco con ninguna de mis normas «arbitrarias» de conducta; al
tiempo que también será honesta —claro está que honesta en el sentido objetivo— porque
tanto yo mismo como todos los demás que me conocen a fondo, habrán de esperar con
absoluta certeza que, debido a mis escritos, desaparezca por completo en la mayoría de los
lectores, en forma inmediata y no gradual —como tarde o temprano ha de ocurrir con el
tiempo a toda la gente— toda la «riqueza» que atesoran, ya sea que les fuera transmitida por
herencia o que la hubieran ganado con su trabajo, bajo la forma de conceptos tranquilizadores
que sugieran ensueños sencillos, así como hermosas representaciones de sus vidas en el
momento actual y en los tiempos por venir.
Los escritores profesionales suelen redactar estas introducciones dirigiéndose al lector por
medio de toda clase de frases grandilocuentes, «melosas» e «infladas».
Sólo en este punto habré de seguir su ejemplo, empezando yo también con algunas frases
dirigidas al lector, pero tratando de no hacerlas demasiado «azucaradas», como aquellos
suelen hacerlo por razón especialmente de su maligna sabihondez, mediante la cual
deslumbran la sensibilidad de los lectores más o menos normales.
Por lo tanto... mis queridos, honorabilísimos, voluntariosos y —claro está— pacientes
Señores y mis estimadísimas, encantadoras e imparciales Señoras —perdonadme, olvidaba lo
más importante— ¡mis de-ningún-modo histéricas Señoras!
Tengo el alto honor de informaros que si bien, debido a ciertas circunstancias surgidas en una
de las últimas etapas del proceso de mi vida, me dedico actualmente a escribir libros, no sólo
jamás he escrito libro alguno durante toda mi vida ni trabajos de esos que llaman «artículos»,
sino que tampoco he escrito siquiera una carta donde fuera inevitable observar lo que se
llaman «reglas gramaticales» y, en consecuencia, aunque estoy a punto de convertirme en
escritor profesional, como no he tenido en absoluto práctica alguna en lo concerniente a todas
las reglas y procedimientos profesionales establecidos, o en lo concerniente a lo que suele
llamarse la «lengua literaria de buen tono», me veo forzado a escribir en forma totalmente
distinta a la que los «escritores patentados» suelen usar, forma ésta con la cual el lector debe
hallarse tan familiarizado como con su propia cara.
A mi entender, tu principal inconveniente, lector, en este caso, quizás se deba principalmente
al hecho de que ya en la más temprana infancia, implantaron en tu ser, armonizándose más
tarde en forma ideal con tu psiquismo general, un excelente automatismo funcional para
percibir cualquier clase de impresiones nuevas; y gracias a esta «bendición» no necesitas
ahora, durante tu vida responsable, realizar el menor esfuerzo individual en ese sentido.
Si he de hablar con franqueza, diré que yo, en mi interior, discierno personalmente el centro
de mi confesión, no en mi falta de conocimientos, acerca de todas las reglas y procedimientos
seguidos por los escritores, sino en mi carencia de lo que he llamado «lengua literaria de buen
tono», invariablemente exigida en la vida contemporánea, no sólo a los escritores, sino
también a cualquier mortal ordinario.