RELATOS DE BELCEBÚ A SU NIETO
LIBRO PRIMERO CAPÍTULO 20
GEORGE I. GURDJIEFF,
TRADUCCIÓN DE VIDEOS AL ESPAÑOL
Capítulo 20
Tercera visita de Belcebú al Planeta Tierra
Tras una breve pausa, Belcebú continuó del siguiente modo:
—Esta vez permanecí en mi casa, es decir, en el planeta Marte, sólo un breve espacio de
tiempo, lo suficiente para ver a los recién llegados y hablar con ellos y para impartir ciertas
instrucciones de carácter ordinario en la dirección de nuestra tribu.
Habiendo resuelto estos asuntos, volví a descender nuevamente a tu planeta favorito con la
intención de proseguir mi campaña para cortar de raíz entre aquellos extraños seres
tricentrados la terrible costumbre de destruir la existencia de los seres pertenecientes a otros
sistemas cerebrales.
En este mi tercer descenso al planeta Tierra, nuestra nave Ocasión no ancló en el mar
Kolhidius, actualmente Caspio, sino en el mar que por entonces se conocía por el nombre de
«Mar de la Misericordia».
Decidimos efectuar nuestro descenso en este mar debido a que deseaba, en esta ocasión,
dirigirme a la capital del segundo grupo de terráqueos que habitaban el continente de
Ashhark, llamada como ya te dije antes, ciudad de Gob; ésta estaba situada en la costa
sudoriental de aquel mar.
En aquella época la ciudad de Gob era todavía una vasta urbe, famosa en todo el planeta por
sus magníficos «tejidos» y sus ornamentos decorativos.
La ciudad de Gob se hallaba construida a ambas márgenes de la desembocadura del caudaloso
río «Keria Chi» que vertía sus aguas al Mar de la Misericordia y cuyos orígenes se hallaban
en los altos orientales del país.
En este mismo mar de la Misericordia, sobre su costa occidental, desembocaba otro gran río,
el «Naria Chi».
Y era en los valles que irrigaban estos dos ríos caudalosos, donde habitaban en mayor número
los miembros de este segundo grupo del continente de Ashhark.
Si así lo quieres, querido nieto, también te diré algo acerca de la historia de los orígenes de
este grupo de seres radicado en esta parte del continente de Ashhark, —le dijo Belcebú a
Hassein.
—Sí abuelito, sí. Cuéntamelo que yo te escucharé con gran interés y con mayor gratitud, —
contestó el nieto.
—Mucho, mucho tiempo antes de la época a que se refiere mi relato, es decir, mucho antes de
que la segunda gran catástrofe experimentada por aquel infortunado planeta tuviera lugar;
cuando todavía existía el continente de Atlántida y se hallaba su civilización en la cima de su
esplendor, uno de los seres tricentrados ordinarios que habitaban en aquel continente
«decidió» —tal como lo pusieron de manifiesto mis últimas y detalladas investigaciones al
respecto— que el polvo del cuerno de cierto ser llamado entonces «Pirmaral» era sumamente
eficaz contra lo que los terráqueos llaman «enfermedades», de cualquier naturaleza que éstas
fuesen.
Esta «ocurrencia» no tardó en difundirse por todo el planeta llegando incluso a cristalizarse
gradualmente en la Razón de los seres ordinarios un ilusorio factor directivo, factor del que se
origina, dicho sea de paso, en la presencia total de los seres tricerebrados que habitan tu
planeta favorito, especialmente los contemporáneos, la Razón de lo que se llama allí la
«existencia de vigilia», y este factor es la causa principal de los frecuentes cambios en las
convicciones acumuladas en ellos.
Debido a este factor precisamente, cristalizado en las presencias de los seres tricerebrados de
aquella época, se convirtió en norma que todo el mundo, «al caer enfermo» —como ellos
dicen— por una u otra enfermedad, recurriera invariablemente a aquel polvillo mágico para
curarse.
No carece de interés señalar que los pirmarales existen todavía en la Tierra; pero puesto que
los terráqueos contemporáneos no los consideran sino una especie más de las muchas
comprendidas bajo el nombre genérico de «ciervos», no tienen ninguna denominación
especial para ellos.
De modo pues, querido nieto, que como los terráqueos del continente de Adántida destruyeron
gran número de aquellos seres nada más que para obtener sus cuernos, no tardaron en
extinguirse casi por completo.
Entonces, cierto número de terráqueos residentes en la Atlántida, que habían convertido la
cacería de estos animales en su medio habitual de vida, se marcharon a otros continentes e
islas en busca de la raza perseguida.
La caza del pirmaral era sumamente difícil, debido a que se requerían para su captura gran
cantidad de cazadores; por esta razón, los cazadores profesionales llevaban siempre consigo a
toda su familia para que les ayudara.
En cierta ocasión se reunieron varias familias de cazadores y se marcharon a un continente
muy distante, siempre con el objeto de cazar pirmarales; el continente en cuestión se llamaba
«Iranan» y más tarde, después de ciertos cambios debidos a la segunda gran catástrofe que
asoló el planeta Tierra, pasó a ser el continente de Ashhark que ya conoces.
No es éste sino el mismo continente que los contemporáneos de tu planeta favorito llaman
Asia.
Para el curso posterior de mis relatos referentes a estos seres tricerebrados que tanto han
llamado tu atención, será conveniente que señale aquí que, por causa de las diversas
perturbaciones producidas durante la segunda catástrofe terrestre, varias partes del continente
de Iranan se hundieron en el seno del planeta, emergiendo en su lugar otras áreas de tierra
firme que luego se soldaron al continente, el cual, en consecuencia, llegó a cambiar
profundamente de fisonomía, alcanzando además un tamaño casi igual al que el antiguo
continente de la Atlántida había tenido.
Pues bien, en sus correrías en pos de la codiciada presa, aquel grupo de cazadores de que te
hablé llegó con sus familias a las costas del que más tarde habría de llamarse mar de la
Misericordia.
Tanto agradaron al grupo de cazadores el mar en sí mismo y sus ricas y fértiles costas, que
éstos ya no quisieron volver a la Atlántida, decidiendo instalarse allí para el resto de sus días.
Aquel país era por entonces tan bueno y tan sooptaninalniano para la existencia ordinaria que
a nadie podría dejar de agradarle.
En aquella parte continental de la superficie del planeta Tierra, no sólo existían por entonces
multitud de seres bicerebrados con la forma exterior ya mencionada, esto es, pirmarales, sino
que también crecían en las costas de este mar innumerables variedades de «árboles frutales»,
lo cual es de suma importancia, si recuerdas que la fruta constituía todavía para tus favoritos
el producto principal para sus alimentos eserales primarios.
Abundaban tanto entonces los seres uni y bicerebrados que tus favoritos llaman «pájaros»,
que cuando volaban en bandadas, el cielo parecía «oscurecerse», según la expresión de tus
favoritos.
Tan rica era la pesca en las aguas llamadas por entonces mar de la Misericordia que los peces
podían casi tomarse con la mano, para usar otra expresión terráquea.
En cuanto al suelo de las costas del mar de la Misericordia, así como los valles de los dos
grandes ríos que en él vierten sus aguas, baste decir que podía cultivarse en ellos cualquier
planta conocida.
nuestros cazadores y sus familias hasta tal punto, que ninguno de ellos, como ya te dije, sintió
el menor deseo de regresar a la Atlántida, por lo cual se instalaron allí, no tardando en
adaptarse al nuevo medio, multiplicándose y prosperando en aquella comarca como en un
«lecho de rosas», según reza la expresión.
Llegado a este punto de mi relato, debo mencionarte una extraordinaria coincidencia que tuvo
más tarde grandes consecuencias, tanto para los primeros individuos integrantes de este
segundo grupo, como para su descendencia de las épocas más recientes.
Según parece, en la época en que dichos cazadores procedentes del continente de Atlántida
llegaron al mar de la Misericordia decidiendo establecerse allí, existía ya en las costas del
mismo mar un ser oriundo de la Atlántida que era por entonces muy importante y que
pertenecía a la secta de los «Astrosovors»; y a una sociedad de eruditos como la que nunca
hubo otra igual en la Tierra desde entonces, ni probablemente haya nunca.
Dicha sociedad era conocida entonces con el nombre de Akhaldan.
Y este miembro de la sociedad de Akhaldan llegó a las costas del mar de la Misericordia de la
forma siguiente:
Apenas un poco antes de la gran catástrofe, aquellos sabios auténticos que vivían a la sazón en
el continente de la Atlántida y que habían organizado allí aquella sociedad verdaderamente
sabia, llegaron a saber, de un modo u otro, que algo sumamente grave iba a suceder en la
naturaleza, de modo que comenzaron a observar atentamente todos los fenómenos naturales
que tenían lugar en su continente; pero pese a todos sus esfuerzos, no lograron descubrir lo
que habría de acontecer.
Un poco más tarde, y con el mismo objetivo, enviaron a algunos de sus miembros a otros
continentes e islas a fin de que, por medio de cuidadosas observaciones, trataran de averiguar
lo que se avecindaba.
Los miembros enviados no sólo debían observar la naturaleza en el planeta Tierra, sino
también todos los «fenómenos celestes», como ellos los llamaban.
Uno de estos miembros, esto es, aquel de tanta importancia que ya hemos mencionado, había
escogido el continente de Iranan para sus observaciones y, habiendo emigrado a aquellas
comarcas con sus servidores se había establecido en las costas del que más tarde habría de llamarse
mar de la Misericordia.
Fue precisamente este mismo sabio el que acertó a encontrarse con parte de los cazadores
instalados en las costas del mencionado mar de la Misericordia y, una vez enterado del país
del que aquellos procedían, como es natural, trató de establecer con ellos relaciones amistosas
y de mutua cooperación.
Y cuando poco después se hundió el continente de Atlántida en el seno del planeta y este
sabio de la sociedad de Akhaldan no tuvo ya a dónde regresar, siguió viviendo con aquellos
cazadores en lo que más tarde había de ser el país de Maralpleicie.
Tiempo después, este grupo de cazadores eligió al sabio, puesto que era el más capaz de
todos, como jefe, y más tarde todavía, este miembro de la venerable sociedad de Akhaldan, se
casó con Rímala, la hija de uno de los cazadores, comenzando a compartir así plenamente la
existencia de los fundadores de aquel segundo grupo radicado en el continente de Iranan o,
como se llama actualmente, de «Asia».
Pasó mucho tiempo.
Los terráqueos siguieron naciendo, reproduciéndose y destruyéndose en este rincón del
planeta, y de esta manera, el nivel general del psiquismo de esta clase de terráqueos fue
cambiando paulatinamente, a veces para bien, otras veces para mal.
Multiplicándose vertiginosamente, no tardaron en extenderse sobre toda la comarca, aunque
prefiriendo casi siempre las costas del mar de la Misericordia y los valles de los dos
caudalosos ríos que vertían sus aguas en él.
Sólo mucho tiempo después se constituyó el centro de su existencia común en la costa
sudoriental de aquel mar, fundándose en ese lugar la ciudad de Gob. Esta población no tardó
en convertirse en el principal lugar de residencia para el jefe de este segundo grupo de
habitantes del continente de Ashhark a quien dieron el título de «rey».
Los derechos y obligaciones reales también aquí eran hereditarios y esta herencia comenzó
con el primer jefe escogido que no era otro que aquel miembro erudito de la sabia sociedad de
Akhaldan.
En la época a que se refiere mi relato, el rey de los seres pertenecientes a este segundo grupo
era nieto de su biznieto y respondía al nombre de «Konuzion».
Mis últimas investigaciones y trabajos detallados demostraron que este rey Konuzion había
tomado medidas en extremo sabias y ventajosas para cortar de raíz un terrible mal que se
había apoderado de los seres que, por voluntad del Destino, se habían convertido en súbditos
suyos. Y si había tomado dichas prudentes y beneficiosas medidas, fue por la siguiente razón:
Este rey llamado Konuzion acertó a comprobar que los miembros de la comunidad bajo su
mando se estaban volviendo cada vez menos aptos para el trabajo y que los crímenes, robos y
toda clase de delitos que nunca antes habían ocurrido, se estaban haciendo cada día más
corrientes entre ellos.
Estas comprobaciones sorprendieron al rey Konuzion y lo que es más, lo afligieron
profundamente: fue así como resolvió, tras largas y penosas meditaciones, buscar las causas
de este triste fenómeno.
Tras múltiples y cuidadosas observaciones llegó finalmente a la conclusión de que la causa
del fenómeno residía en un nuevo hábito contraído por los miembros de la comunidad bajo su
mando, esto es, el hábito de mascar la semilla de una planta llamada entonces «Gulgulian».
Esta formación supraplanetaria crece todavía en el planeta Tierra y aquellos de tus favoritos
que se consideran «cultos», la llaman «papaveronia», pero los seres corrientes la denominan
«amapola».
Debo hacerte notar aquí, imprescindiblemente, que a los seres que entonces habitaban el país
de Maralpleicie sólo les gustaba mascar esas semillas de la mencionada formación
supraplanetaria que habían sido cosechadas una vez llegadas a su «madurez».
En el curso de ulteriores observaciones e investigaciones imparciales, el rey Konuzion
comprendió sin lugar a dudas que estas semillas contenían «algo» capaz de alterar
completamente, durante cierto tiempo, todos los hábitos adquiridos por la psiquis de aquellos
seres que introducían este algo en su organismo, con el resultado de que veían, comprendían,
sentían, percibían y actuaban de forma totalmente distinta de lo que previamente había sido
siempre su costumbre.
A estos individuos les parecía, por ejemplo, que un cuervo era un pavo real; que un charco de
agua, un mar; un desordenado repiqueteo, música; la buena voluntad, enemistad; los insultos,
amor; y cosas por el estilo.
Cuando el rey Konuzion se persuadió cabalmente de todo esto, envió rápidamente a todos los
puntos de su reino, a súbditos de su confianza con órdenes estrictas de impedir en lo sucesivo,
en su nombre, que los miembros del reino siguieran mascando las semillas de la planta
mencionada; también dispuso castigos ejemplares para aquellos que desobedecieran la orden.
Tercera visita al Planeta Tierra
Gracias a estas medidas, la costumbre de mascar semillas pareció perder terreno en el país de
Maralpleicie; pero después de un corto tiempo se descubrió que el número de aquellos que las
mascaban había disminuido sólo aparentemente; en realidad, ahora eran más que antes
los que habían contraído el vicio.
En conocimiento de ello, el prudente rey Konuzion, resolvió, en consecuencia, aplicar
castigos todavía más severos a aquellos que contravinieran su expreso mandato; al mismo
tiempo reforzó la vigilancia de sus súbditos así como el estricto cumplimiento de las
penalidades dispuestas para los infractores.
Él mismo en persona, comenzó a visitar todas las zonas de la ciudad de Gob, descubriendo a
los culpables e infligiéndoles los diversos castigos, físicos y morales, correspondientes.
Pese a todo esto, sin embargo, no pudo obtenerse el resultado deseado, pues el número de
viciosos siguió aumentando cada vez más en la ciudad de Gob y los informes procedentes de
otros puntos del territorio del reino indicaban un aumento semejante en el interior del país.
Se vio claro entonces que el número de infractores había aumentado todavía, debido a que
muchos seres tricerebrados que nunca habían mascado la semilla previamente, se entregaron
ahora al vicio nada más que por pura «curiosidad», según reza la expresión, lo cual no es sino
una de las características distintivas del psiquismo de los seres tricerebrados que habitan aquel
planeta que tanto te ha llamado la atención, es decir, por pura curiosidad de descubrir el efecto
que estas semillas producían, contraviniendo así, sin reparo alguno, las severas órdenes del
rey.
Debo hacerte notar aquí que si bien dicha característica de la mentalidad terráquea comenzó a
cristalizarse en tus favoritos inmediatamente después del hundimiento de la Atlántida, en
ninguno de los seres de épocas anteriores funcionó, sin embargo, tan exclusivamente como
entre los seres contemporáneos que allí existen en la actualidad.
De modo pues, querido niño que...
Cuando el prudente rey Konuzion terminó por convencerse de que no era posible ya mediante
las medidas tomadas extirpar aquel vicio y comprobó que el único resultado de las mismas
había sido la muerte de los infractores castigados, derogó todas las medidas previamente
tomadas lanzándose nuevamente a la búsqueda de otros medios más efectivos para extirpar
aquel mal de tan funestas consecuencias para la población.
Según me enteré más tarde —gracias a un monumento muy antiguo cuyas ruinas todavía se
conservan— el gran rey Konuzion se encerró en sus aposentos y durante dieciocho días no
probó bocado ni bebió cosa alguna, dedicándose por entero a la meditación.
Debo hacerte notar, en todo caso, que mis últimas investigaciones revelaron que el rey
Konuzion se hallaba entonces sumamente ansioso por encontrar la manera de cortar de raíz
aquella plaga, dado que todos los asuntos del reino iban de mal en peor.
Los individuos sujetos a este vicio casi abandonaron por completo el trabajo; la anuencia de lo
que se llama dinero al tesoro común cesó casi por entero y la ruina total del reino parecía
inminente.
En estas circunstancias decidió el sabio rey, finalmente, combatir este mal de forma indirecta,
es decir, valiéndose de la debilidad del psiquismo de los miembros de la comunidad bajo su
mando.
Con este fin, inventó una «doctrina religiosa» sumamente original y adecuada a la mentalidad
de sus contemporáneos, que rápidamente difundió entre todos sus súbditos por todos los
medios —que no eran pocos— a su disposición.
Se afirmaba en esta doctrina religiosa, entre otras cosas, que a gran distancia del continente de
Ashhark había una isla más grande donde residía «Dios Nuestro Señor».
Debo aclararte ya, que en aquellos días no había un solo ser de los tricerebrados ordinarios
que habitaban la tierra que conociese la existencia de otras concentraciones cósmicas aparte
de aquellas en donde ellos vivían.
Los terráqueos de aquella época estaban seguros, incluso, de que aquellos «puntos blancos»
apenas visibles y suspendidos el espacio no eran sino una especie de diseño trazado sobre el
«velo» del «mundo», es decir, alrededor de su propio planeta, pues, como ya te he dicho,
según sus conocimientos, el «mundo entero» consistía únicamente en el planeta por ellos
habitado.
También tenían la creencia de que este velo se hallaba sostenido a manera de dosel sobre
columnas especiales cuyas bases descansaban sobre el planeta.
Se decía también en esta original e ingeniosa «doctrina religiosa» ideada por el prudente rey
Konuzion, que Dios Nuestro Señor había dotado a nuestras almas de los órganos y miembros
que ahora poseemos para protegernos del medio circundante y para facultarnos provechosa y
eficientemente a fin de servirlo tanto personalmente como por intermedio de las «almas»
trasladadas a la isla de Su residencia.
Y cuando sobreviene la muerte y el alma es liberada de todos estos órganos y miembros
especialmente adheridos a ella, se convierte en el ente que debe ser en realidad, siendo
entonces llevada inmediatamente hacia la isla de Su residencia, donde Dios Nuestro Señor, de
acuerdo con la forma en que el alma con sus partes adicionales ha existido en el continente de
su residencia (en este caso Ashhark) le asigna un lugar adecuado para su existencia posterior.
Si el alma ha cumplido sus obligaciones concienzuda y honestamente, Dios le permite
quedarse, para el resto de su existencia, en Su isla; pero si el alma no ha cumplido cabalmente
con sus deberes en vida (en el continente de Ashhark) o sólo ha tratado de cumplirlos pero
negligentemente y con indolencia, el alma es enviada por Nuestro Señor para su vida futura a
una isla vecina de mucho menor tamaño.
«Aquí, en el continente de Ashhark —seguía rezando la doctrina de Konuzion— existen
muchos 'espíritus' servidores de Dios que andan entre la gente, pese a que ésta no los puede
ver por hallarse invisibles, gracias a lo cual pueden vigilar permanentemente sin ser advertidos
y transmitir así los informes pertinentes a Dios Nuestro Señor acerca de todas nuestras
acciones para ser tenidas en cuenta el 'Día del Juicio Final.'»
«De ningún modo podemos ocultarnos de estos vigilantes servidores del Señor, como
tampoco podemos ocultarles nuestras acciones o nuestros pensamientos.»
Se decía más adelante que exactamente al igual que el continente de Ashhark, todos los demás
continentes e islas del mundo habían sido creados por Dios Nuestro Señor y existían en la
actualidad, como ya te he dicho, sólo con el fin de servirlo a El, así como a las «almas» que
habían merecido ser alojadas en Su isla.
Los continentes e islas del mundo son lugares todos —siempre de acuerdo con la doctrina del
rey Konuzion— destinados, por así decirlo, a la preparación y acondicionamiento de todo lo
necesario para el desenvolvimiento de aquella isla del Señor.
Esa isla donde residían Dios Nuestro Señor y las almas dignas de Su compañía, recibía el
nombre de «Paraíso».
Todos sus ríos eran de leche, sus riberas de miel; nadie necesitaba trabajar allí y ocuparse en
cosa alguna; allí podía encontrarse todo lo necesario para una existencia feliz, libre de
preocupaciones y llena de goces, dado que todo lo requerido por los hombres se hallaba allí
suministrado con superabundancia gracias al abastecimiento de todos los continentes e islas
del mundo.
Esa isla del Paraíso estaba llena —según se afirmaba— de jóvenes y hermosas mujeres, de
todas las razas y pueblos del mundo y cada una de ellas estaba destinada a pertenecer al
«alma» que la reclamase.
En ciertas plazas públicas de esta maravillosa isla, se guardaban permanentemente montañas
de los artículos más diversos de adorno, desde los más luminosos brillantes hasta las
turquesas del más profundo azul, y todas las almas bienaventuradas podían tomar cualquier
cosa que fuese de su agrado sin el menor escrúpulo.
En otras plazas públicas de esa bienhadada isla se hallaban verdaderos cúmulos de confituras
preparadas especialmente con esencia de «amapolas» y de «cáñamo»; y todas las «almas»
podían tomar cuantas quisieran en cualquier momento del día o de la noche.
Allí no existían las enfermedades y, por supuesto, ninguna alimaña ni tampoco esos
«bichejos» que no nos dan un minuto de paz en la Tierra, amargándonos la existencia.
La otra isla más pequeña a la cual Dios Nuestro Señor enviaba para la vida ultraterrena
aquellas «almas» cuyas partes físicas temporales no habían sido diligentes ni habían vivido de
acuerdo con los mandamientos del Señor, recibía el nombre de «Infierno».
Todos los ríos de esta isla eran de pez hirviente; todo el aire apestaba; enjambres de seres
horribles atestaban todos los puntos de la isla atronando el espacio con sus silbatos policiales,
y todo el «mobiliario», «alfombras», «camas», etc., estaban allí hechos con finas agujas
colocadas perpendicularmente.
Una vez al día se les daba a todas las «almas» que habitaban esta isla, una torta salada, y no
podía encontrarse una sola gota de agua en toda la isla, para aplacar la sed.
Existían en ella otros muchos seres tan monstruosos que no sólo horrorizaba su presencia a
los terráqueos, sino que su solo pensamiento era capaz de hacerles cesar de latir el corazón.
Cuando por primera vez llegué al país de Maralpleicie todos los seres tricerebrados de aquel
país creían en una «religión» basada en esta ingeniosa doctrina religiosa que acabo de
describirte y debes saber que por entonces este culto se hallaba en su apogeo.
Al inventor de esta «doctrina religiosa» es decir, al sabio rey Konuzion, le había sucedido el
sagrado Rascooarno muchísimo tiempo antes, es decir, que hacía ya tiempo que había
«muerto».
Pero claro está que, debido una vez más al extraño psiquismo de tus favoritos, su invento
había tenido tan calurosa acogida y tan hondo arraigo que a ningún ser de todo el país de
Maralpleicie se le ocurrió poner en duda la verdad de sus puntos doctrinarios.
También aquí, en la ciudad de Gob, comencé a visitar desde mi llegada, los «kaltaani» que ya
eran llamados por entonces «Chaihana».
Debo hacerte notar que aunque la costumbre de ofrendar sacrificios a los dioses florecía
también en Maralpleicie por aquella época, éstos no se llevaban a cabo en tan gran escala
como en el vecino país de Tikliamish.
Una vez en la ciudad de Gob comencé a buscar deliberadamente un individuo semejante al
que había encontrado en la ciudad de Koorkalai, a fin de hacernos amigos e intercambiar
ideas.
Y bien pronto, a decir verdad, lo encontré, aunque esta vez no se trataba de un «sacerdote» de
profesión.
En esta oportunidad mi amigo resultó ser el propietario de un gran Chahiana, y si bien llegué
a estar —para usar una expresión corriente en aquel país— en muy buenos términos con él,
nunca experimenté hacia él, sin embargo, aquel extraño «vínculo» que se manifestó en mi
esencia con respecto al sacerdote Abdil de la ciudad de Koorkalai.
Aunque ya había vivido un mes entero en la ciudad de Gob, no había decidido todavía ningún
método práctico de acción para procurar mi objetivo.
Vagabundeaba simplemente por la ciudad, visitando primero los diversos chaihanas y más
tarde tan sólo aquel que regenteaba mi nuevo amigo.
Durante esta época me familiaricé con muchas de las costumbres y hábitos preponderantes en
este segundo grupo, así como con los principales puntos de su religión, y al cabo del mes
decidí, también aquí, lograr la meta propuesta valiéndome de su religión.
Tras serias meditaciones, me pareció necesario agregarle algo a la «doctrina religiosa» allí
aceptada, para lo cual contaba, al igual que el prudente rey Konuzion, con aquella debilidad
humana que permitiría la rápida difusión de este mi pequeño agregado personal.
Inventé entonces que los espíritus «invisibles» que, según se afirmaba en la doctrina religiosa,
vigilaban todas las acciones y pensamientos de los hombres a fin de comunicárselos a Dios
Nuestro Señor, no eran sino los seres de otras formas diferentes a la humana que convivían
con los hombres.
Son precisamente ellos quienes nos vigilan y comunican a Dios Nuestro Señor todo lo relativo
a nuestras acciones, decidí intercalar en su doctrina.
Pensaba agregar, además, que la gente no sólo no les prestaba la debida atención y respeto,
sino que llegaba incluso a destruir sus existencias terrenales, ya fuera para procurarse
alimento o para ofrendarlos en sacrificio a los dioses.
Hice particular hincapié en mis prédicas en el hecho de que no sólo no se debía destruir la
existencia de los seres pertenecientes a otras formas en honor de Dios Nuestro Señor sino que,
por el contrario, había que tratar de ganarse su favor, suplicándoles que no comunicaran a
Dios Nuestro Señor aquellas pequeñas acciones inconvenientes que a veces realizábamos
involuntariamente.
Entonces comencé a difundir ese pequeño detalle por todos los medios posibles, pero, claro
está, con suma cautela.
En un principio, divulgué esta nueva teoría mediante mi nuevo amigo, el propietario del
chaihana.
Debo aclararte que este chaihana era el más grande casi, de toda la ciudad de Gob, y debía en
gran parte su fama al líquido rojo que en él se vendía y al cual son tan aficionados los
terráqueos.
De modo que allí había casi siempre gran cantidad de clientes y tanto de día como de noche.
No sólo concurrían al mismo los habitantes de la ciudad, sino también muchos visitantes
procedentes de otros puntos del territorio de Maralpleicie.
Pronto me convertí en un verdadero experto en conversar con cada uno de los clientes y
persuadirlos de las nuevas ideas que me proponía divulgar.
Mi propio amigo, el dueño del chaihana, creía tan firmemente en mi teoría que no sabía qué
hacer consigo mismo; ¡tan grande era su remordimiento por las malas acciones pasadas!
Era presa de una agitación constante y se hallaba amargamente arrepentido de su irrespetuosa
actitud anterior hacia los diversos seres de otras formas.
Convertido de día en día en un predicador cada vez más fervoroso de mi doctrina, no sólo me
ayudó de este modo a difundirla en su propio chaihana, sino que llegó incluso, por propia
iniciativa, a visitar otros chaihanas de la ciudad, a fin de divulgar la verdad que a él tanto le
preocupaba.
Comenzó así a predicar en los mercados, y en varias ocasiones realizó visitas especiales a los
sitios sagrados, los cuales abundaban en los alrededores de la ciudad de Gob y que habían
sido establecidos en memoria y honor de alguien o de algo.
Es de sumo interés notar aquí que las informaciones que sirven en el planeta Tierra para la
erección de un lugar sagrado, proceden generalmente de ciertos individuos terráqueos
llamados «mentirosos».
También la enfermedad de la «mentira» se halla allí altamente difundida.
En el planeta Tierra la gente miente consciente e inconscientemente.
Y mienten conscientemente cuando piensan que así pueden obtener alguna ventaja personal;
la mentira es inconsciente, en cambio, cuando caen víctimas de la enfermedad llamada
«histeria».
Aparte del dueño del chaihana que se había hecho amigo mío, gran cantidad de otros
individuos comenzaron muy pronto a ayudarme sin proponérselo y, al igual que el dueño del
chaihana, se convirtieron con el tiempo en fervorosos defensores de mi teoría, hasta que todos
los seres de este segundo grupo de individuos asiáticos, no tardaron en hallarse unánimemente
dedicados a la tarea de difundir dicho precepto persuadiendo a los demás de aquella indudable
«verdad» que de pronto se les había revelado.
El resultado de todo ello fue que en el país de Maralpleicie no sólo disminuyeron los
sacrificios, sino que incluso comenzaron a tratar a otras formas diferentes de la humana con
una atención y un cuidado sin precedentes.
Se produjeron así tan cómicas situaciones que, aunque yo mismo era el autor de la teoría, me
resultó sumamente difícil muchas veces, contener la risa al presenciarlas.
Era cosa de todos los días que el más respetable y rico de los mercaderes, cabalgando en su
asno, en dirección a su negocio, fuera asaltado en el camino por una fanática multitud, y
castigado inexorablemente por el inconcebible atrevimiento de haberse montado sobre la
bestia; lo más risueño de estos casos es que la mayoría de las veces la gente seguía
respetuosamente en sacra procesión todos los pasos del asno, dondequiera que a éste se le
antojase ir.
O bien sucedía que un leñador transportaba la madera al mercado con sus bueyes, y una turba
de exaltados desataba los bueyes del carro, los desuncía con el mayor cuidado y los
escoltaban luego donde a ellos se les ocurriera dirigirse.
Y si acertaba a suceder que el carro se quedaba parado en medio de una calle, estorbando el
paso de ciudadanos y vehículos, la misma turba se encargaba de arrastrarlo hasta el mercado,
abandonándolo allí a su suerte.
Gracias a esta doctrina por mí ideada no tardaron en originarse novísimas costumbres en la
ciudad de Gob.
Como, por ejemplo, la de colocar artesas en todas las esquinas, lugares públicos y en los
cruces de los caminos conducentes a la ciudad, donde los habitantes de la ciudad arrojaban
por la mañana sus mejores bocados para los perros y otros animales extraviados de las más
diversas formas. Y al amanecer arrojaban también en el mar de la Misericordia toda clase de
alimentos para los seres conocidos con el nombre de peces.
Pero la más peculiar de todas era la costumbre de escuchar cuidadosamente las voces y gritos
de los seres de otras formas diversas.
Tan pronto como se oía la voz de un ser no humano, inmediatamente comenzaba la gente a
alabar los nombres de sus dioses, esperando su bendición.
Tanto podía ser el canto de un gallo como el ladrido de un perro, el maullido de un gato, el
chillido de un mono, u otro grito cualquiera.
La reacción era siempre la misma: un sobresalto y luego múltiples oraciones en el mayor
recogimiento.
Es interesante notar aquí que, por una u otra razón, siempre levantaban la cabeza en estas
ocasiones, mirando hacia arriba, aun cuando de acuerdo con las enseñanzas de la religión, el
Dios que ellos adoraban, así como sus servidores, habitaban en el mismo plano que ellos y no
precisamente adonde dirigían la vista y sus plegarias.
En tales circunstancias, era de extremo interés observar sus rostros.
—Perdón, Vuestra Recta Reverencia —interrumpió en ese momento el fiel y anciano servidor
de Belcebú, Ahoon, que, al igual que el nieto, había estado escuchando todos estos relatos con
gran interés.
—¿Recordáis, Vuestra Recta Reverencia, cuántas veces tuvimos nosotros mismos que
hincarnos de rodillas en las calles de aquella misma ciudad de Gob cuando se dejaban oír los
gritos o chillidos de otros seres distintos de los hombres?
A lo cual respondió Belcebú:
—Claro que lo recuerdo, querido Ahoon. ¿Cómo podría haberme olvidado de impresiones tan
cómicas?
—Deberás saber —dijo entonces Belcebú dirigiéndose nuevamente a Hassein—, que los seres
que habitan el planeta Tierra son inconcebiblemente orgullosos y susceptibles. Si alguien no
participa de sus opiniones o no está de acuerdo con lo que hacen, o censura sus manifestaciones,
se muestran en verdad sumamente indignados y ofendidos.
Y si tuvieran la facultad de hacerlo, no vacilarían por cierto en ordenar el encierro de todo
aquel que no se comportase según su voluntad o que criticase sus propios actos, en una de
esas habitaciones infestadas generalmente de innumerables «ratas» y «piojos».
Y en el caso de que el ofendido poseyera mayor fuerza física y otro importante ser dotado de
influencia con quien éste no se hallase en buenos términos, no lo observase atentamente, no
vacilaría en golpear al ofensor, así como el ruso Sidor golpeó a su chivo favorito.
Conociendo bien este aspecto de su extraña mentalidad, no tenía el menor deseo de
ofenderlos, provocando su ira, más aún, era yo perfectamente consciente de que el ultraje de
los sentimientos religiosos de los demás es contrario a toda ética, de modo que, mientras
conviví con ellos, siempre traté de comportarme como los demás a fin de no ponerme en
evidencia llamando su atención.
No estará de más notar aquí que debido a las circunstancias anormales de existencia
prevalecientes entre tus favoritos, —los seres tricerebrados de aquel extraño planeta—,
especialmente durante los últimos siglos, sólo aquellos seres que se manifiestan a sí mismos,
no como la mayoría lo hace, sino de forma distinta, de manera más absurda, terminan por
volverse notorios y, en consecuencia, son honrados por los demás; y cuanto más absurdas
sean sus manifestaciones y más estúpidos, bajos e insolentes sus actos, tanto más notorios y
famosos se vuelven y tanto mayor es el número de seres de ese continente o incluso de otros
continentes más distantes que llegan a conocerlos personalmente o por lo menos de nombre.
En cambio, ningún ser que carezca de manifestaciones absurdas habrá de adquirir fama entre
sus coetáneos, por muy bueno y sensato que sea.
De modo pues, querido nieto, que lo que tan oportunamente vino a recordarme Ahoon se
relaciona directamente con la costumbre difundida en la ciudad de Gob de atribuir gran
significación a las voces y gritos de los seres pertenecientes a otras formas distintas a la
humana y en especial, al rebuzno de aquellos seres conocidos por el nombre de asnos, los
cuales, por una u otra razón, abundaban entonces en la ciudad de Gob.
Los otros seres pertenecientes a formas distintas a la humana que habitan en aquel planeta,
también se manifiestan por medio de la voz pero a horas determinadas.
El gallo, por ejemplo, canta de noche; el mono, en la mañana, cuando tiene hambre; y así
sucesivamente; pero los asnos rebuznan en la primera ocasión en que se les ocurre hacerlo,
por lo cual puede oírse en aquel planeta el rebuzno del asno a cualquier hora del día o de la
noche.
Así pues, se estableció en la ciudad de Gob que, apenas se dejara oír el sonido de la voz del
asno, todos aquellos que lo escuchasen debían dejarse caer de rodillas inmediatamente,
elevando plegarias a su dios y a los ídolos reverenciados.
Debo agregar —y esto es importante— que los asnos por lo general rebuznan con gran fuerza,
de modo que su voz se puede oír a grandes distancias.
Pues bien, cuando caminábamos por las calles de la ciudad y veíamos de pronto que los
ciudadanos se hincaban de rodillas en el acto al oír el rebuzno de algún asno, también
nosotros nos apresurábamos a echarnos a tierra a fin de que nadie pudiese advertir nuestra
diferencia con los demás; ésta fue precisamente la cómica costumbre que tan bien quedó
grabada en el recuerdo de Ahoon.
Habrás notado, mi querido Hassein, con cuan maliciosa satisfacción me recordó nuestro
querido anciano, después de tantos siglos, aquellos cómicos episodios.
Dicho lo cual, Belcebú sonrió, reanudando luego su relato.
—Está de más decir —prosiguió—, que también en este segundo centro cultural de los seres
tricerebrados que habitaban aquella parte del planeta Tierra conocida con el nombre de
Ashhark, cesó la destrucción de los seres pertenecientes a formas distintas de la humana para
ser sacrificados en los altares de los dioses, y, en los pocos casos en que se produjeron, los
propios miembros de la comunidad arreglaron cuentas inexorablemente con los responsables.
Así, convencido de que también en este segundo grupo de habitantes del continente Ashhark
había sido cumplida con éxito mi misión de desarraigar la funesta costumbre de sacrificar
seres uni y bicerebrados a los dioses, decidí volver a mi cuartel general.
Pero antes de hacerlo, preferí visitar primero los principales centros más próximos, habitados
también por miembros de esta segunda comunidad; elegí a este efecto la región irrigada por el
río «Naria Chi».
Poco tiempo después de haber tomado esta decisión, comencé a navegar, hacia la
desembocadura del río, comenzando a remontar su corriente; estábamos persuadidos de que
ya se habían difundido entre los habitantes de estos vastos centros las mismas costumbres prevalecientes
en la ciudad de Gob en lo que a los sacrificios y destrucción de otros seres no
humanos se refiere.
Llegamos finalmente a una pequeña ciudad llamada «Arguenia», considerada en aquellos días
el punto más remoto del país de Maralpleicie.
También aquí habitaba un considerable número de miembros de este segundo grupo asiático,
dedicados principalmente a la tarea de obtener de la naturaleza lo que se conoce con el
nombre de «turquesas».
También en aquella pequeña ciudad de Arguenia comencé, como era mi norma, a visitar sus
diversos chaihanas, poniendo en práctica también allí mi método habitual.
FINAL DEL CAPITULO 20 DEL LIBRO PRIMERO
DE RELATOS DE BELCEBÚ A SU NIETO
DE GEORGE I. GURDJIEFF