LIBRO PRIMERO CAPÍTULO 22



RELATOS DE BELCEBÚ A SU NIETO
LIBRO PRIMERO CAPÍTULO 22
GEORGE I. GURDJIEFF,

TRADUCCIÓN DE VIDEO AL ESPAÑOL



Capítulo 22
Primera visita de Belcebú al Tíbet



—Puesto que la ruta elegida esta vez era extraña para los terráqueos tricerebrados de aquellos
días y no podríamos, por consiguiente, contar con la posibilidad de sumarnos a alguna
caravana terráquea, debí entonces organizar mi propia caravana, comenzando ese mismo día a
preparar y procurarme todo lo necesario a este fin.
Conseguí, así, una veintena de los cuadrúpedos llamados «caballos», «mulas», «asnos» y
cabras «chamianianas», y contraté cierto número de bípedos terrestres para que cuidasen de
los seres mencionados e hiciesen las tareas semiconscientes requeridas durante el trayecto
para este tipo de viajes.
Una vez procurado todo lo necesario, partí, acompañado por Ahoon.
En esta oportunidad atravesamos lugares todavía más peculiares e insólitos que en la anterior;
el radio de nuestra visión alcanzó a descubrir un número mucho mayor de seres uní y
bicerebrados de las formas más diversas, «salvajes», y que procedían de ciertos puntos
remotos, en aquellos tiempos, del continente de Ashhark.
Dichos seres «salvajes» eran por entonces particularmente peligrosos, tanto para los seres
tricerebrados que en aquellas comarcas habitaban, como para los seres cuadrúpedos de otras
formas que tus favoritos, con la «astucia» que les es propia, habían convertido en sus
esclavos, obligándolos a trabajar para la exclusiva satisfacción de sus necesidades egoístas.
Y estos seres salvajes eran entonces particularmente peligrosos, debido a que precisamente
por aquella época se hallaba en vías de cristalización en las presencias de dichos seres
salvajes, aquella función especial que en ellos surgió, nuevamente aquí, debido a las
condiciones anómalas de vida establecidas por los seres tricerebrados que con ellos habitaban,
función ésta que más adelante he de explicarte detalladamente.
Las comarcas que debimos atravesar en esta ocasión eran casi inaccesibles a los seres
tricerebrados de aquella época, principalmente por causa de estos seres salvajes.
En aquellos días, sólo les era posible atravesar esa región «de día», para utilizar la expresión
terráquea, es decir, cuando tiene lugar en la atmósfera de aquel planeta el proceso de la
«Aieioiuoa» en el Elemento Activo Okidanokh.
Y si les era posible atravesarla de día, esto se debe al hecho de que durante el tiempo
correspondiente a la posición Krentonalniana de su planeta respecto de los rayos de su sol,
casi todos los seres terrestres salvajes se hallan en el estado conocido con el nombre de
«sueño», es decir, en un estado de elaboración automática en sus presencias de la energía
necesaria para su existir ordinario, elaboración ésta de energía que en los seres tricentrados
del mismo planeta tiene lugar, por el contrario, sólo cuando la referida sagrada propiedad no
se desarrolla en la atmósfera, esto es, durante el período diurno, que ellos denominan
«noche».
De modo, pues, querido nieto, que sólo era posible, entonces, atravesar estas regiones de día.
De noche, era necesario hacer uso de una extrema vigilancia y de diversos refugios artificiales
para defenderse de las fieras.
Durante el período de la mencionada posición Krentonalniana del planeta Tierra, estas fieras
salvajes se hallan perfectamente despiertas, dedicándose a buscar su alimento primario eseral,
y dado que, por entonces, ya se habían acostumbrado a valerse, con este fin, casi exclusivamente
de los cuerpos planetarios de los seres más débiles de otras formas que habitaban el
planeta, trataban permanentemente, en este período, de hacer presa de toda clase de esos seres
para utilizar su cuerpo planetario en la satisfacción de aquella necesidad alimenticia.
Estos seres salvajes, en especial los más pequeños, se hallaban ya entonces —también en este
caso, por supuesto, debido a las condiciones anómalas de vida establecidas por los seres
tricentrados— perfeccionados al extremo, en lo que a astucia y maña se refiere.
Como consecuencia de todo ello, durante todo el trayecto de éste, nuestro segundo viaje,
debimos todos nosotros, y en especial los servidores escogidos para realizar las tareas
semiconscientes, mostrarnos en extremo vigilantes y alerta por las noches, a fin de preservar
nuestras propias existencias, así como las de nuestros cuadrúpedos.
Por las noches se formaba alrededor de nuestro campamento una verdadera reunión de fieras
salvajes, provenientes de los más distantes puntos y llevadas hasta aquel lugar por el deseo de
procurarse algo adecuado para su alimento.
Y era ésta, de hecho, una verdadera «asamblea» como la que tus favoritos celebran durante lo
que se llama «cotización de acciones en la bolsa», o durante una «elección» de representantes
para una u otra sociedad, cuyo propósito teórico es la persecución conjunta de un medio
determinado para la existencia feliz de todos los seres a ellos semejantes, sin distinción alguna
de castas.
Pese a que durante toda la noche teníamos leños encendidos para asustar a las fieras, y pese a
que nuestros bípedos servidores, a pesar de la prohibición de hacerlo, destruían con ayuda de
flechas envenenadas como ellos las llaman, a aquellos seres que se acercaban demasiado a
nuestro campamento, no hubo una sola noche en que los llamados «tigres», «leones» y
«hienas», no se llevaran uno o más de los seres cuadrúpedos que integraban nuestra
expedición, cuyo número disminuía, como es de imaginar, diariamente.
Pese a que el camino de regreso al Mar de la Misericordia nos llevó mucho más tiempo que el
escogido a la ida, todo lo que entonces vimos y oímos acerca del extraño carácter del
psiquismo de tus favoritos durante el trayecto por aquellas inhóspitas comarcas, justificó
plenamente el tiempo adicional empleado.
Viajamos así, más de un mes terráqueo, llegando finalmente a un pequeño establecimiento de
seres tricerebrados que, como resultó ser más tarde, no hacía mucho que habían emigrado de
Perlandia.
Como más tarde supimos, esta colonia se llamaba «Sincratorza», nombre éste que cuando
tiempo después se pobló la región circundante, pasó a designar a todo el país.
Con el transcurso del tiempo, sufrió varios cambios y en la actualidad se conoce con el
nombre de «Tíbet».
Como acertamos a encontrarnos con estos seres precisamente al caer la noche, les pedimos, lo
que se dice «alojamiento para pernoctar».
Y cuando ellos nos concedieron el permiso para pasar la noche, bajo su protección, grande fue
nuestra alegría ante la perspectiva de una noche de descanso, dado que todos nosotros nos
hallábamos, por cierto, exhaustos, por las constantes luchas que habíamos debido librar contra
las fieras de la región.
Tal como se desprendió de la conversación que esa noche mantuvimos con los residentes en
aquella colonia, éstos pertenecían a la secta por entonces famosa en Perlandia, que se conocía
con el nombre de «los autodomadores».
Se había formado la misma entre los adeptos a aquella religión, precisamente, que, como ya te
he dicho, pretendía estar basada en las mismísimas enseñanzas de San Buda.
No estará de más recalcar en este sentido que los seres que habitan aquel planeta, presentaban
ya entonces otra peculiaridad que desde mucho tiempo antes se había tornado característica de
ellos exclusivamente y que consiste en esto: tan pronto como una nueva Havatvernoni o
religión surge entre ellos, sus adeptos empiezan inmediatamente a separarse en diferentes
grupos creando cada uno, a continuación, lo que se conoce con el nombre de «secta».
Lo particularmente extraño de esta peculiaridad de los terráqueos consiste en que aquellos que
pertenecen a cualquiera de las sectas, jamás se llaman a sí mismos «sectarios», designación
ésta considerada ofensiva, sino que sólo denominan «sectarios» a todos aquellos que no
pertenecen a su propia secta.
Y los adeptos a cualquier secta sólo son sectarios para los demás seres, siempre que carezcan
de «armas» y «barcos», pues tan pronto como se apoderan de un número bastante grande de
estos elementos, entonces, lo que había sido una secta más, se convierte de pronto en la
religión oficial.
Los seres instalados en esta colonia y en muchas otras regiones de Perlandia se habían
convertido en sectarios, difiriendo en ciertos puntos de aquella religión cuya doctrina, como
ya te he dicho, debí estudiar detalladamente durante mi permanencia en aquel país y que se
conoció más tarde con el nombre de «Budismo».
Estos sectarios, que se denominaban a sí mismos autodomadores, surgieron debido a la
errónea interpretación de la religión budista que, como ya te dije antes, era entendida como un
«sufrimiento en soledad».


Y era sólo para lograr en sí mismos este famoso «sufrimiento» libres del obstáculo de otros
seres semejantes a ellos, por lo que estos seres con los cuales pasamos la noche, se habían
instalado tan lejos de su propio pueblo.
Pues bien, querido niño; dado que todo cuanto supe aquella noche y pude comprobar más
tarde, al día siguiente, de los adeptos de aquella secta, produjo en mí una impresión tan
penosa que durante varios siglos terráqueos no pude dejar de recordarla sin lo que se llama un
«sobresalto» —sobresalto que sólo superé cuando pude esclarecer con toda certidumbre las
causas del extraño carácter del psiquismo de éstos, tus favoritos—, deseo contarte con todo
detalle lo que entonces vi y oí.
Según se desprendió de la conversación mantenida durante aquella noche, antes de la
emigración de los adeptos de aquella secta hacia lugar tan desierto, ya habían ideado en
Perlandia una forma especial de «sufrimiento», es decir, habían decidido establecerse en
lugares inaccesibles, tales que los demás semejantes no pertenecientes a su misma secta, y no
iniciados en su «Arcano», no pudiesen estorbar sus actividades tendentes a procurarles aquel
«sufrimiento» especial que habían ideado.
Cuando tras largas búsquedas encontraron finalmente el lugar por donde nosotros acertamos a
pasar —lugar particularmente adecuado para su propósito— emigraron, dotados ya de una
sólida organización y asegurados materialmente, junto con sus familias, alcanzando, no sin
grandes dificultades, aquel paso casi inaccesible a sus compatriotas ordinarios; la comarca en
cuestión, fue denominada en un principio, según te dije, «Sincratorza».
En un primer momento, mientras se establecían todos juntos en aquel nuevo lugar, se hallaban
más o menos de acuerdo entre sí; pero cuando comenzaron a llevar a la práctica aquella forma
especial de «sufrimiento» que habían ideado, sus familias y en particular, sus mujeres,
enteradas de lo que aquella forma especial de sufrimiento significaba, se rebelaron
ruidosamente, de todo lo cual resultó una escisión.
Este cisma había tenido lugar poco tiempo antes de nuestro encuentro con ellos y en el
momento en que llegamos a Sincratorza, ya comenzaban a emigrar gradualmente hacia otros
lugares, recientemente descubiertos, y que eran aún más adecuados que el anterior, para el
género de vida por ellos perseguido.
Para que comprendas claramente lo que he de decirte a continuación, deberás conocer primero
la causa fundamental del cisma producido entre estos sectarios.
Parece ser que los jefes de la secta, cuando todavía se hallaban en Perlandia, se habían puesto
de acuerdo entre sí, para alejarse de sus semejantes, comprometiéndose a no detenerse ante
nada para alcanzar sus objetivos, esto es, la liberación de las consecuencias derivadas de aquel
órgano del cual había hablado el Divino Maestro, San Buda.
Se incluía en este acuerdo que habrían de vivir de cierta manera, hasta la destrucción final de
su cuerpo planetario o, como ellos dicen, hasta su muerte, a fin de que esta forma especial de
vida purificase su «alma», para decirlo con la expresión terráquea, de todas las excrecencias
extrañas originadas por la presencia, en otro tiempo, del órgano Kundabuffer, de cuyas
consecuencias, según San Buda les había explicado, se habían liberado sus antecesores,
adquiriendo de este modo la posibilidad, según las palabras del Maestro, de volver a
fusionarse con el Omniabarcante Prana Sagrado.
Pero cuando —como ya dije— una vez establecidos, comenzaron a poner en práctica aquella
forma de «sufrimiento» que habían inventado, y sus mujeres, enteradas de su verdadera
naturaleza, se rebelaron, muchos de ellos, bajo la influencia de sus mujeres, se negaron a cumplir
las obligaciones que sobre sí habían tomado cuando todavía residían en Perlandia, siendo
así que la colonia se dividió, finalmente, en dos grupos independientes.
A partir de entonces, estos sectarios, llamados en un primer momento «los autodomadores»,
comenzaron ahora a designarse por otros nombres diversos; aquellos autodomadores que
permanecieron fieles a las obligaciones que habían tomado sobre sí antes de emigrar, se llamaron
«Ortodoshydooraki» en tanto que los demás, es decir, los que habían renunciado a los
diversos compromisos contraídos en la tierra natal, se llamaron «Katoshkihydooraki».
En el tiempo de nuestra llegada a Sincratorza, los sectarios llamados «Ortodoshydooraki»
poseían lo que se llama un «monasterio», perfectamente organizado, ubicado no muy lejos del
lugar en que originalmente se habían instalado, y en él se llevaba a cabo aquella forma
especial de sufrimiento por ellos concebida.
Al reanudar la marcha al día siguiente, tras una noche de reposo, pasamos muy cerca del
monasterio de estos sectarios de la religión budista, defensores de la doctrina
«Ortodoshydooraki».
A esa hora del día solíamos hacer un alto para dar de comer a nuestros servidores
cuadrúpedos, de modo que pedimos a los monjes que nos permitieran alojarnos en su
monasterio.
Por extraño e insólito que parezca, los seres que allí se alojaban, conocidos por el nombre de
monjes, no rehusaron nuestra petición objetivamente justa, sino que, inmediatamente, y sin la
menor «vacilación», propia en los lugares de los monjes de todas las doctrinas y de todas las
épocas, nos admitieron sin reparo alguno.
De modo pues que, acto seguido, nos hallábamos en el mismísimo centro de la esfera de los
arcanos de esta doctrina, esfera ésta que, desde el comienzo mismo de su surgimiento, los
seres del planeta Tierra lograron ocultar con suma habilidad incluso a la observación de los
Individuos dotados con la Razón Pura.
En otras palabras, se hallaban dotados de una particular habilidad para dar vuelta a todas las
cosas a su antojo y convertirlas, de una u otra manera, en lo que ellos llaman un «misterio», y
tan perfectamente esconden este misterio de sus semejantes por toda suerte de medios, que
incluso los seres de Razón Pura no pueden penetrar en él.
El monasterio de la secta Ortodoshydooraki de la religión budista, ocupaba una vasta plaza en
torno a la cual se había construido una sólida pared a manera de protección de todo lo que en
ella se encerraba, tanto de los seres tricerebrados como de otros seres salvajes de formas
diversas.
En el centro de este enorme recinto cerrado había un gran edificio, también de sólidas bases,
que constituían la parte principal del monasterio.
En una mitad de este vasto edificio se desarrollaba la existencia ordinaria de los monjes, y en
la otra, se llevaban a cabo las prácticas especiales características, precisamente, de la creencia
sustentada por los adeptos de esta secta, y que para los demás eran misterios cuyo secreto
desconocían.
Alrededor del muro exterior, por el lado interno, se había construido una hilera de pequeños y
fuertes compartimentos, muy juntos los unos a los otros, semejantes a celdas.
Eran precisamente estas «celdas» las que implicaban la mayor diferencia entre este
monasterio y los demás monasterios construidos en el planeta Tierra.
Esta especie de garitas se hallaban cerradas por los cuatro costados, ofreciendo una sola
abertura en la base, de reducidas dimensiones, por la cual podía pasarse, no sin grandes
dificultades, la mano.
Estas sólidas garitas estaban destinadas al emparedamiento perpetuo de los miembros de la
secta que se hubieran hecho «dignos» de tal suerte —donde habrían de ocuparse en sus
famosas manipulaciones de lo que llamaban «emociones» y «pensamientos»— hasta la total
destrucción de su vida planetaria.
Y fue precisamente cuando las mujeres de estos «sectarios autodomadores» se enteraron de
esto, cuando se produjo el mencionado alboroto.
En las enseñanzas religiosas fundamentales de esta secta se hallaba una detallada explicación
de todas las manipulaciones exactas, así como el tiempo necesario, para lograr el
merecimiento de ser emparedado en una de aquellas celdas inexpugnables, donde cada
veinticuatro horas se recibía un pedazo de pan y una pequeña jarra de agua.
En la época en que nosotros franqueamos los muros de aquel terrible monasterio, todas estas
monstruosas celdas estaban ya ocupadas, y el cuidado de los emparedados, esto es, la tarea de
darles cada veinticuatro horas, a través de las pequeñas aberturas antes mencionadas, un
pedazo de pan y un jarro de agua, se hallaba a cargo de aquellos sectarios que eran, a su vez
candidatos a ser emparedados más adelante, con la mayor reverencia, y, mientras esperaban
su turno, habitaban en la parte del edificio más amplia, construida en la plaza del monasterio.
Los terráqueos así emparedados vivían efectivamente en aquellos sepulcros del monasterio
hasta que su existencia, inmóvil, hambrienta y llena de privaciones, llegaba a su fin.
Cuando los camaradas de los emparedados descubrían que alguno de ellos había dejado



de existir, extraían el cuerpo planetario del improvisado sepulcro e inmediatamente, en el lugar

del ser de este modo autodestruido, se instalaba otro desdichado fanático del mismo tipo,
perteneciente a esta maléfica religión.
Y las filas de estos infortunados «monjes fanáticos» eran engrosadas día a día por otros
miembros de la misma secta que constantemente llegaban de Perlandia.
En la misma Perlandia, ya todos los adeptos de esa secta tenían noticias de la existencia de
aquel lugar particularmente «adecuado» para la materialización del objetivo final de su
doctrina religiosa por ellos sustentada y que, según se pretendía, derivaba de las sabias
enseñanzas de San Buda.
Y en todos los grandes centros urbanos poseían, incluso, lo que se conoce con el nombre de
agentes, para ayudarlos a trasladarse a aquel sitio.
Una vez que hubimos dado reposo y alimento a nuestros servidores bípedos y cuadrúpedos,
abandonamos aquel sombrío lugar de martirio, fruto tardío de aquel malhadado órgano que,
por error de cálculo de ciertos Altísimos Individuos Cósmicos, había sido implantado en las
presencias de los primeros seres tricerebrados que habitaron aquel infortunado planeta.
Pues bien, querido nieto, como podrás imaginarte, nuestras sensaciones y pensamientos no
eran muy agradables que digamos, al abandonar aquel lugar.
En nuestra marcha en dirección al Mar de la Misericordia, volvimos a pasar una vez más por
tierras firmes de muy diversas formas, con conglomerados de minerales intraplanetarios,
provenientes de las grandes profundidades y que por una u otra causa habían aflorado a la
superficie del planeta Tierra.
Debo decirte dos palabras acerca de algo sumamente extraño que pude comprobar entonces y
que se relaciona estrechamente con aquella parte del planeta que en la actualidad lleva el
nombre de Tíbet.
En la época en que atravesé por primera vez el Tíbet, sus montes más altos se hallaban a
alturas inusitadas sobre la superficie del planeta Tierra, pero no diferían considerablemente de
las elevaciones que podían encontrarse en otros continentes e incluso en el continente de
Ashhark o Asia, del cual el Tíbet no era sino una parte.
Pero cuando con ocasión de mi sexto y último viaje personal al planeta Tierra, volvieron a
llevarme mis pasos otra vez por aquellos lugares, para mí, en extremo memorables, pude
comprobar que en el intervalo que había mediado de unos cuantos de sus siglos, la comarca
entera se había proyectado a tales alturas sobre el nivel del mar, que ningún otro pico de otros
continentes podía compararse con aquellos.
Por ejemplo, la cadena principal de aquella elevada región a través de la cual tuvimos que
pasar, es decir, la fila de elevaciones que los seres de aquellas latitudes denominan
«cordillera» se había proyectado en el intervalo a tan gran altura sobre la superficie del
planeta, que algunos de sus picos eran, y son todavía, los más altos de todas las proyecciones
anómalas que erizan la superficie de aquel vanamente martirizado planeta.
Y en caso de escalarlos, se hubiera podido «ver claramente», con la ayuda de un Teskooano,
el centro del lado opuesto de aquel extraño planeta.
Cuando por primera vez comprobé este raro fenómeno, pensé inmediatamente que con toda
certeza debía contener el germen de alguna desgracia posterior, de proyecciones cósmicas; y
cuando más tarde reuní ciertas estadísticas referentes a aquel fenómeno anormal, esta primera
aprensión de mi espíritu fue tomando cada vez más cuerpo.
Y creció principalmente, debido a que en mis estadísticas uno de los elementos que formaban
parte del fenómeno manifestaba un incremento considerable cada diez años.
Y este elemento relativo a las elevaciones tibetanas consistía precisamente en lo que
conocemos con el nombre de «temblores planetarios» o, como tus favoritos lo llaman
«terremotos», los cuales se producen debido a la altura excesiva de ciertas prominencias de la
corteza terrestre.
Si bien los temblores planetarios o terremotos ocurren frecuentemente en tu planeta favorito
por causa de ciertas fallas intraplanetarias provenientes de las dos grandes perturbaciones
Transapalnianas —cuyo origen habré de explicarte algún día— la mayoría de los temblores
planetarios terrestres, y especialmente en los siglos recientes, han ocurrido tan sólo debido a
estos sensibles desniveles de la corteza planetaria.
Y ellos ocurren debido a que, como consecuencia de aquellas excesivas elevaciones, la
atmósfera del planeta ha adquirido y sigue adquiriendo todavía en su presencia elevaciones
igualmente excesivas, es decir que lo que se llama la «circunferencia Blastegokiorniana» de la
atmósfera del planeta Tierra ha adquirido en ciertos lugares, y sigue adquiriendo todavía una
presencia material de excesiva proyección, destinada a llenar la, misión de lo que se conoce
con el nombre de «fusión recíproca de los resultados de todos los planetas del sistema dado»;
con el resultado de que durante el movimiento de aquel planeta, y en la presencia de lo que se
denomina armonía común del sistema, su atmósfera se «engancha», por así decirlo, en ciertas
ocasiones, con la atmósfera de otros planetas o cometas del mismo sistema.
Y es precisamente debido a estos «enganches» que tienen lugar, en los lugares
correspondientes de la presencia común de aquel planeta que ha llamado tu atención, esos
temblores planetarios o terremotos.
Debo explicarte también, que la región de la presencia común de aquel planeta en que se
desarrollan dichos temblores planetarios por esta causa, depende de la posición ocupada por el
propio planeta en el proceso del movimiento armonioso común del sistema, respecto a otras
concentraciones pertenecientes al mismo sistema.
Sea ello como fuere, si este anómalo crecimiento de las montañas tibetanas continúa
desarrollándose en el futuro, es de presumir que, tarde o temprano, habrá de producirse una
considerable catástrofe de proyecciones cósmicas generales.
Sin embargo, cuando la amenaza que creo prever se vuelva evidente, no cabe duda de que el
Altísimo y Sagrado Individuo Cósmico habrá de tomar oportunamente las precauciones
necesarias.
—Por favor, por favor, permitidme. Recta Reverencia —interrumpió Ahoon, espetando luego
lo siguiente—: Permitidme que os informe, Recta Reverencia, de ciertos datos que acerté a
recoger, relativos precisamente al crecimiento de estas montañas tibetanas de las cuales os
habéis dignado hablar.
—Poco antes de nuestra salida del planeta Karatas —prosiguió Ahoon—, tuve el placer de
encontrarme con el arcángel Viloyer, gobernador de nuestro sistema solar, y Su
Esplendiferosidad, se dignó reconocerme y dirigirme la palabra.
Quizás recordéis. Recta Reverencia, que mientras vivíamos en el planeta Zernakoor, Su
Esplendiferosidad el arcángel Viloyer, era todavía un ángel ordinario y frecuentemente venía
a visitarnos.
De modo pues que cuando Su Esplendiferosidad, en el transcurso de una conversación,
escuchó el nombre de aquel sistema solar donde habíamos sido exilados, me declaró que en la
última Altísima y Sacratísima recepción de los resultados cósmicos finalmente devueltos,
cierto Individuo, San Lama, había tenido el privilegio de formular personalmente ante los pies
de nuestro ETERNO UNIEXISTENTE, en presencia de todos los Altísimos Individuos, cierta
petición concerniente al crecimiento anómalo de las elevaciones de cierto planeta —al
parecer, de aquel mismo sistema solar— y habiendo recibido esta petición, nuestra
MISERICORDIOSA ETERNIDAD ordenó inmediatamente al arcángel Looisos que sin
demora alguna se trasladase a aquel sistema solar, puesto que él, por hallarse familiarizado
con aquel sistema, era el más indicado para esclarecer, una vez en el lugar, las causas de la
manifestación de dichas proyecciones, y tomar, consecuentemente, las medidas necesarias.
Y es por ello que Su Conformidad el Arcángel Looisos se halla en la actualidad liquidando
presurosamente sus asuntos ordinarios a fin de poder salir a la mayor brevedad posible.

—Así es, querido Ahoon —comentó Belcebú, agregando a continuación—, gracias por tu
datos... gloria a nuestro CREADOR... lo que acabas de decir ayudará probablemente a destruir
en mi presencia la ansiedad que en mí se produjo cuando por primera vez comprobé el
anómalo crecimiento de dichas montañas tibetanas, es decir, mi temor de que desapareciera
por completo del Universo la preciosa memoria de nuestro Perpetuamente Reverenciado,
Sabio entre los Sabios, Mullah Nassr Eddin.
Así que hubo dicho esto, y recobrado la expresión normal del rostro, Belcebú reanudó su
relato:
—Siempre a través de la región que ahora recibe el nombre de Tíbet, continuamos luego
nuestro viaje, encontrando a nuestro paso toda clase de azares y dificultades, hasta que por fin
llegamos a la fuente del río llamado Keria-Chi y algunos días más tarde, tras una accidentada
navegación a lo largo de su curso, arribamos al Mar de la Misericordia, y subimos a bordo de
la nave Ocasión.
Aunque después de este tercer descenso al planeta Tierra no volví a visitarlo personalmente
durante largos períodos, de tiempo en tiempo, no obstante, efectué atentas observaciones de
tus favoritos por medio de mi gran Teskooano.
Y si durante largo tiempo no tuve ninguna razón para trasladarme a aquel planeta
personalmente, ello se debió a lo siguiente:
Después de mi regreso al planeta Marte, no tardé en interesarme en una obra que los seres
tricerebrados que habitaban aquel planeta estaban llevando a cabo, justamente entonces, sobre
la superficie del mismo.
Para poder comprender claramente el tipo de obra de que se trataba, deberás saber, ante todo,
que el planeta Marte es para el sistema de Ors, al cual pertenece, lo que se conoce con el
nombre de «Mdneleslaboxterno» en la transformación de las sustancias cósmicas, como
consecuencia de lo cual posee lo que se llama una «firme superficie Keskestasantniana», es
decir, que una mitad de su superficie consiste en una presencia de tierra y la otra, en masas
saliakooriapnianas; o, como dirían tus favoritos, una de las mitades es de tierra, configurando
un continente continuo, y la otra se halla cubierta de agua.
De modo pues, querido nieto, que como los seres tricerebrados del planeta Marte utilizan a
manera de alimentos primarios, exclusivamente el «Prósphora» —o como lo llaman tus
favoritos «pan»— a fin de obtenerlo, siembran en la tierra correspondiente a una de las
mitades del planeta lo que se llama «trigo», y como este trigo extrae la humedad necesaria
para lo que se conoce con el nombre de «Djartklom evolutivo», tan sólo de lo que se conoce
con el nombre de «rocío», el resultado es que el grano de trigo produce sólo la séptima parte
del proceso equivalente del sagrado Heptaparaparshinokh, es decir, que «producen» sólo la
séptima parte de la «cosecha» como suele llamársela.
Dado que esta cantidad de trigo era insuficiente para satisfacer sus necesidades, y dado que
para obtener una mayor cantidad era necesario utilizar la presencia del Sallakooriap
planetario, los seres tricentrados no hacían, a nuestra llegada al planeta, sino hablar de la
posibilidad de conducir dicho Sallakooriap en la cantidad necesaria, de un lado del planeta al
otro, donde era necesario para el mejoramiento de la cosecha.
Y cuando varios años más tarde decidieron por fin la cuestión, comenzando a hacer todos los
preparativos requeridos, iniciaron las operaciones precisamente un poco antes de mi regreso
del planeta Tierra, es decir que comenzaron a cavar canales especiales para la conducción del
Sallakooriap.
De modo pues, que, dada la extrema complicación de la obra a ejecutarse, los habitantes del
planeta Marte idearon una serie de complejas máquinas y dispositivos para llevarla a cabo.
Y como entre éstas las había sumamente interesantes y peculiares, yo, que siempre me he
interesado en toda clase de inventos nuevos, me sentí fuertemente atraído por la referida obra
de los marcianos.
Por cortesía de dichos seres pasé entonces casi todo mi tiempo disponible en medio de
aquellas obras, y por ello en aquel período fueron muy escasas mis visitas a los demás
planetas de aquel sistema solar.
Sólo en contadas ocasiones volé hasta el planeta Saturno para descansar en compañía del
Gornahoor Harharhk, quien, ya entonces, se había convertido en mi amigo entrañable y
gracias a quien llegué a poseer aquel Teskooano maravilloso que, como ya te dije antes, era
capaz de acercar siete millones doscientas ochenta y cinco veces las visibilidades más
remotas.
FINAL DEL CAPÍTULO 22 DEL LIBRO PRIMERO
 EN EL CUAL BELCEBÚ VISITÓ EL TIBET