EL DESPERTAR DEL PENSAR 5

RELATOS DE BELCEBÚ A SU NIETO G. I. GURDJIEFF
TRADUCCCIÓN

CAPÍTULO I PARTE 5
EL DESPERTAR DEL PENSAMIENTO





... si así lo desea, sin necesidad de un intercambio inútil de palabras con el librero,
devolverlo y recuperar nuevamente su dinero, ganado tal vez, con el sudor de su frente.
Y esto habré de hacerlo indefectiblemente además, porque precisamente ahora acabo de
recordar lo que le aconteció a un kurdo transcaucásico, cuya historia me fue narrada en mi
adolescencia y que, cuantas veces volví a recordarla en ocasiones similares en los años posteriores,
me produjo un perdurable impulso de ternura. Creo que será sumamente conveniente
para mí y también para ti, contarte esta historia con cierto detalle.
Será conveniente, especialmente debido a que ya me he decidido a hacer de la «sal», o como
diría un negociante contemporáneo judío de pura sangre, el «Tzimus», de este cuento, uno de
los principios básicos de esta nueva forma literaria que estoy tratando de emplear para
alcanzar el objetivo que me he propuesto con esta mi nueva profesión.
Este kurdo transcaucásico salió cierta vez de su pueblo, por uno u otro negocio, rumbo a la
capital; una vez llegado a la misma, vio en el puesto de un frutero en el mercado, un colorido
despliegue de toda clase de frutas.
En este conjunto, advirtió una sumamente hermosa, tanto por su color como por su forma, y
tanto le cautivó su aspecto y tan grande fue su deseo de probarla, que, pese a no llevar casi
dinero encima, decidió comprar por lo menos uno de estos magníficos bienes de la Gran
Naturaleza para saborearlo.
Entonces, con gran ansiedad y con una osadía poco habitual en él, entró en el puesto y
señalando la fruta con su calloso dedo le preguntó el precio al comerciante. A lo cual
respondió éste que la libra de aquella «fruta» costaba dos centavos.
Convencido de que el precio no era en absoluto elevado para lo que en su opinión constituía
un hermoso fruto, el kurdo de nuestra historia resolvió comprar una libra entera.
Una vez finalizados sus negocios en la ciudad, emprendió el viaje de regreso hacia su casa ese
mismo día.
Mientras caminaba, a la hora del crepúsculo, por valles y montañas, percibiendo, quieras que
no, la visibilidad exterior de aquellos encantadores fragmentos del seno de la Gran Naturaleza
—nuestra Madre Común— e inhalando el aire puro y sin contaminar (a diferencia de la
asfixiante atmósfera de las ciudades industriales de hoy), nuestro kurdo sintió repentinamente,
como es natural, el deseo de regalarse con una rápida merienda; de modo que, sentándose a un
lado del camino, sacó de su bolsa un pedazo de pan y la «fruta» que lo había cautivado con su
tentador aspecto en el puesto del mercado, y comenzó a comer alegremente.
Pero... ¡Horror de los horrores!... No bien había dado el primer bocado cuando todo su interior
comenzó a arder. Pero a pesar del fuego que lo abrasaba, siguió comiendo.
Así pues, esta infortunada criatura bípeda de nuestro planeta siguió comiendo, gracias tan sólo
a aquella peculiar característica humana que mencioné más arriba; me refiero al principio que
intentaba convertir, cuando me decidí a usarlo como base de la nueva forma literaria por mí
creada, en, por así decirlo, la guía de todos mis actos, conducente a uno de los objetivos
perseguidos; principio cuyo sentido y significación no tardará el lector, estoy seguro, en
captar —claro está que de acuerdo con su grado de comprensión— en el transcurso de la
lectura de cualquier capítulo posterior de mis escritos, si, por supuesto, se decide a correr el
riesgo de seguir avanzando en la lectura del libro; o quizás, también podría suceder que
incluso antes de finalizar este primer capítulo ya «olfateara» algo.
Así pues, precisamente en el momento en que nuestro kurdo se hallaba abrumado por las
insólitas sensaciones que su extraña merienda procedente del seno de la Naturaleza le había
provocado, se aproximó por el mismo camino un vecino de su pueblo, vecino éste altamente
reputado por cuantos lo conocían como hombre de ingenio y de vasta experiencia; y así que
advirtió cómo la cara del kurdo parecía abrasada por las llamas, y sus ojos inundados de
lágrimas y que, pese a todo esto, proseguía comiendo como si se hubiese tratado del cumplimiento
de un deber impostergable, le dijo:
—¿Pero qué estás haciendo, borrico de Jericó? ¡Te vas a quemar vivo! Deja ya de comer esos
'pimientos picantes' a cuyo extraordinario sabor no está acostumbrada tu naturaleza.
A lo cual replicó el kurdo:
—¡Jamás!; por nada del mundo los dejaría yo de comer. ¿No me gasté acaso mis últimos dos
centavos en comprarlos? Aunque mi alma se separe aquí mismo de mi cuerpo seguiré
comiendo hasta terminarlos.
Por lo cual nuestro decidido kurdo —claro está que no podemos dudar ya de su resuelto
carácter— lejos de tirar los pimientos, siguió comiéndolos ávidamente.
Después de esto, espero que se haya producido, lector, en tu mentación, una correspondiente
asociación mental que habrá de afectar en ti, como consecuencia, tal como suele suceder a
veces a nuestros contemporáneos, aquello que generalmente llamas entendimiento, y en este
caso habrás de comprender por qué yo, perfectamente familiarizado con esta peculiaridad
humana —y apiadado de la misma— cuya manifestación inevitable consiste en que si alguien
paga dinero por alguna cosa es probable que se sienta obligado a usarla hasta el final, me
hallaba impregnado en la totalidad de mi ser con la idea, surgida en mi mentación, de tomar
todas las medidas posibles a fin de que tú («mi hermano en el espíritu y en el apetito», según
reza el dicho) —en el caso de que sólo estés acostumbrado a la lectura de toda clase de libros,
pero, escritos exclusivamente en la antes mencionada «lengua de la aristocracia intelectual»—
habiendo pagado ya cierta suma de dinero por mis escritos y habiéndote enterado
inmediatamente después de haberlos comprado de que no habían sido escritos en el cómodo y
fácilmente legible idioma habitual, no te sintieras obligado como consecuencia de aquella
mencionada peculiaridad humana, a leer mis escritos de cabo a rabo, cueste lo que cueste, del
mismo modo que nuestro infortunado kurdo transcaucásico se creyó obligado a comer hasta el
fin aquello que tanto lo había cautivado por su aspecto, es decir, los nobles y rojos pimientos
picantes.
De este modo, a fin de evitar todo malentendido derivado de esta peculiaridad, para la que se
han formado los datos necesarios en el ser total del hombre contemporáneo, gracias
evidentemente a su habitual concurrencia al cinematógrafo y gracias, también, a que jamás
pierde la oportunidad de mirar el ojo izquierdo del sexo opuesto, es mi deseo que este capítulo
inicial haya de imprimirse de la forma antes mencionada, de modo que cualquiera pueda
leerlo del principio al fin sin tener que cortar las páginas del libro.
De otro modo, el librero habría de, como suele decirse, «cavilar» y actuar, indefectiblemente,
de acuerdo con el principio básico de todos los libreros en general, que, para formularlo según
su propia expresión, reza en la forma siguiente: «Más que papanatas serás si, como el
pescador, dejas escapar el pescado que ya se ha tragado el anzuelo», rechazando la devolución
de un libro cuyas páginas habían sido abiertas. No me cabe ninguna duda acerca de esta
posibilidad; a decir verdad, tengo la absoluta certeza de esa falta de consciencia por parte de
los libreros.
Y los datos necesarios para la génesis de mi certeza con respecto a la falta de consciencia por
parte de los libreros se formaron acabadamente en mi personalidad cuando, durante el
ejercicio de mi profesión de «Fakir hindú», tuve necesidad, para la completa dilucidación de
cierto problema «ultrafilosófico», de familiarizarme también, entre otras cosas, con el proceso
asociativo para la manifestación del psiquismo automáticamente configurado de los libreros
contemporáneos y de sus dependientes, cuando venden los libros a sus clientes.
Sabedor de todo esto, y habiéndome convertido, desde que la desgracia cayó sobre mí, en
justo y fastidioso en extremo, por regla general, no puedo dejar de repetir, o mejor dicho, no
puedo dejar de advertirte nuevamente, de aconsejarte y de suplicarte fervorosamente, antes de
que empieces a cortar las páginas de éste mi primer libro, que leas atentamente, del principio
al fin, e incluso más de una vez, el primer capítulo de mis escritos.
CONTINÚA