procedentes de mi integridad bajo la influencia de tres causas
exteriores accidentales que nada tienen en común, a saber: gracias, en primer lugar, a laindicación de una persona que se convirtió sin el menor deseo de mi parte, en la causa pasiva
de la causa de mi surgimiento; en segundo lugar, debido a la caída de una muela provocada
por un sabandija, a causa principalmente de la «babosidad» de un tercero; y en tercer lugar,
gracias a la formulación verbal practicada por un borracho que me es completamente ajeno,
me refiero al mercader moscovita.
Si antes de haber trabado relación con este «principio de la vida universal y total» hubiera
concretado todas las manifestaciones en forma diversa de la habitual a los otros animales
bípedos semejantes a mí que conmigo vegetan y se desenvuelven en el mismo planeta, lo
habría hecho automáticamente y a menudo sólo a medias consciente; pero después de este
episodio comencé a hacerlo conscientemente y además con una sensación instintiva de dos
impulsos confundidos: la autosatisfacción y el autoconocimiento, al cumplir correcta y
honorablemente mi deber para con la gran Naturaleza.
Debe hacerse hincapié en el hecho de que aun cuando ya antes de este suceso me comportaba
de forma diferente a los demás, mis manifestaciones pasaban en general inadvertidas a los
ojos de mis coetáneos; pero a partir de ese momento en que la esencia de este principio vital
fue asimilada por mi naturaleza, todas mis manifestaciones, tanto las deliberadas y dirigidas
hacia un objetivo dado como aquellas otras emanadas simplemente, como se dice, de la «pura
casualidad», adquirieron cierta cualidad vivificante, facilitando la formación de «callos» en
los órganos perceptivos de todas las criaturas semejantes a mí, sin excepción, que dirigían su
atención directa o indirectamente hacia mis actos; esto por una parte, por la otra, yo mismo
comencé a ejecutar todas estas acciones en conformidad con las instrucciones impartidas en
su lecho de muerte por mi difunta abuela, tratando de llevarlas hasta su límite extremo; de
modo que por fin adquirí automáticamente la costumbre de, al emprender cualquier actividad
nueva, así como ante cualquier cambio —por supuesto en gran escala— proferir siempre para
mis adentros o en voz alta:
«Si te vas de parranda, parrandea hasta el fin, incluyendo el franqueo.»
Y ahora, por ejemplo también en este caso, dado que, por causas ajenas a mí, procedentes tan
sólo de las extrañas y azarosas circunstancias de mi vida, he acertado a dedicarme a escribir
libros, me veo obligado a hacerlo también en conformidad con aquel mismo principio que
gradualmente se ha venido haciendo más definido, gracias a diversas y extraordinarias
combinaciones dispuestas por la propia vida y que han hecho que se confundiera con cada uno
de los átomos que componen mi integridad.
Comenzaré ahora a poner en ejecución este principio psico-orgánico mío, eludiendo la
práctica seguida por todos los escritores, y establecida a través de los tiempos desde el pasado
más remoto, de tomar como tema de sus escritos hechos que se supone han ocurrido o están
ocurriendo en la Tierra; yo habré de tomar, en su lugar, como escala de los hechos relatados
en mis escritos, todo el Universo. De este modo, también en este caso habremos de cumplir
aquello de que «Si te vas de parranda, parrandea hasta el fin, incluyendo el franqueo».
Cualquier escritor puede escribir dentro de la escala terrena; pero yo no soy cualquier escritor.
¿Podría confinarme acaso, a esta, en el sentido objetivo, «mezquina Tierra» nuestra? Es decir,
¿podría tomar por tema de mis escritos los mismos que en general han tomado los demás
escritores? No debo hacerlo bajo ningún concepto, y si no por otras razones, tan sólo simplemente
por que lo que nuestros cultivados espíritus afirman, podría resultar cierto de buenas
a primeras; y mi abuela podría enterarse de esto; y ¿comprendes lo que podría sucederle a
ella, a mi bienamada abuela? Se revolvería en su tumba, pero no una vez, como suele decirse,
sino —y ahora lo comprendo bien, especialmente debido a que actualmente me encuentro
dotado de una particular «habilidad» para ponerme en el lugar de otro— lo haría tantas veces
que casi, casi terminaría por transformarse en una «veleta irlandesa».
Por favor, lector, te lo suplico, ¡no te aflijas!... Claro está que también habré de escribir sobre
la Tierra, pero con actitud tan imparcial que este planeta comparativamente tan pequeño, así
como todo lo que contiene, habrá de guardar relación con el lugar que ocupa en la realidad y
con el que, de acuerdo con tus propias conclusiones —alcanzadas por cierto, gracias a mi
ayuda— debe ocupar en nuestro gran Universo.
También deberé hacer, por supuesto, que los diversos «héroes», como se los suele llamar, de
mis escritos no sean del tipo preferido habitualmente por los escritores de todo rango y de
todas las épocas; es decir, esos Pedros, Diegos y Pablos que nacen por un malentendido y que
no logran alcanzar durante el proceso de su formación hasta lo que se llama «vida
responsable» nada en absoluto de lo que es propio del surgimiento de la imagen de Dios, es
decir, de un hombre; y se limitan tan sólo a desarrollar progresivamente en su interior, hasta
su último suspiro, tales y tan diversos encantos, como por ejemplo la «lujuria», la «ruindad»,
el «amor», la «malicia», la «cobardía», la «envidia» y otros vicios similares indignos del
hombre.
Es mi propósito incluir en mis escritos héroes tales que todo el mundo haya de percibir, quiera
o no, y con todo su ser, como entes reales, capaces de hacer cristalizar inevitablemente en los
datos de todos los lectores la idea de que son realmente «alguien» y no tan sólo «nadie».
Durante las últimas semanas —mientras guardaba cama por hallarme físicamente enfermo—
esbocé mentalmente un resumen de mis futuros escritos, tratando de concebir la forma y la
secuencia de su exposición, hasta que finalmente decidí convertir en héroe principal de la
primera serie de mis escritos a... ¿Sabes a quién?... Pues al mismísimo Gran Belcebú; aun
cuando esta elección pudiera provocar desde un principio en la mentación de la mayoría de
mis lectores asociaciones mentales de tal naturaleza que generen en su ser interior toda clase
de impulsos automáticos contradictorios, procedentes de la acción de esa totalidad de datos
indefectiblemente configurada en la psiquis de la gente —debido a todas las condiciones
anormales de nuestra vida exterior—, datos que aciertan generalmente a cristalizar en ellos,
debido a eso tan famoso que suele llamarse «moralidad religiosa» y que está muy latente y
arraigado en la vida que llevan; por consiguiente, deben configurarse inevitablemente en ellos
datos tales que produzcan una inexplicable hostilidad hacia mi propia persona.
¿Pero sabes una cosa, lector?
Para el caso en que decidas, pese a esta advertencia, arriesgarte a continuar conociendo mis
escritos y trates de asimilarlos, siempre con un impulso de imparcialidad, y de comprender la
esencia misma de los problemas a cuya dilucidación he dedicado mi obra; y en vista también
de la peculiaridad inherente al psiquismo humano de que nada puede oponerse a la percepción
de lo bueno cuando se establece, por así decirlo, un «contacto de sinceridad y confianza
mutua», he de hacerte ahora una franca confesión acerca de las asociaciones surgidas en mi
ser y que, como resultado, han precipitado en la esfera correspondiente de mi consciencia, los
datos que decidieron a mi individualidad a escoger por héroe principal de mis escritos
precisamente, al señor Belcebú y no a otro cualquiera.
Esta elección no estuvo, como se verá, desprovista de astucia. Mi astucia se basa simplemente
en la suposición lógica de que si muestro cierta atención para con él, éste habrá de mostrarse,
a su vez indefectiblemente —cosa que ya no puedo dudar—
ONCEAVA PARTE
dudar— agradecido, ayudándome por lo
tanto en la elaboración de mis escritos.
Si bien el señor Belcebú está hecho, como suele decirse «de otro paño», puede, sin embargo
pensar y, lo que es más importante, posee —como aprendí hace mucho tiempo, gracias al
tratado del famoso monje católico, el hermano Tontolón— una cola encaracolada, por lo cual
yo, perfectamente convencido —como lo estoy por experiencia— de que esos
encaracolamientos nunca son naturales sino que sólo pueden obtenerse mediante diversas
manipulaciones intencionales, concluyo, en conformidad con la «sana lógica» de la
hieroscopía delineada en mi consciencia a través de la lectura de diversos libros, que el señor
Belcebú debe poseer también una buena dosis de vanidad por la cual habrá de parecerle en
extremo inconveniente no ayudar a quien va a publicar Su nombre.
No en balde nuestro renombrado e incomparable maestro Mullah Nassr Eddin, dice con
frecuencia:
«Sin untar la mano no sólo es imposible vivir tolerablemente en lugar alguno, sino incluso
respirar.»
Y otro sabio también terreno, que si lo ha sido se lo debió tan sólo a la crasa estupidez de la
gente, llamado Till Eulenspiegel, ha expresado una idea semejante con las siguientes palabras:
«Si no engrasas las ruedas, el carro no anda.»
Conociendo éstos, y también otros muchos dichos de la sabiduría popular incorporados a
través de los siglos a la vida colectiva de la gente, decidí pues, «untar la mano» precisamente
del señor Belcebú quien, como todos comprenderán, tiene posibilidades y conocimientos más
que suficientes para utilizar en cuanto se le antoje.
¡Suficientes, querido mío! Dejando de lado todas las bromas, incluso las de orden filosófico,
podría parecer que, gracias a todos estos extravíos, hubieras infringido uno de los principios
fundamentales arraigados en ti, echando los cimientos de un sistema proyectado previamente
para la introducción de tus sueños en la vida por medio de esta nueva profesión, principio que
consiste en lo siguiente: tener siempre presente y en cuenta el hecho del debilitamiento de la
mentación del lector contemporáneo, así como el hecho de que no debe fatigársele con la
percepción de muchas ideas a un tiempo.
Además, cuando le pregunté a una de las personas que siempre me rodean, «ansiosas de entrar
en el Paraíso indefectiblemente con los zapatos puestos», que me leyera en voz alta y desde el
principio al fin todo lo que yo había escrito en este capítulo preliminar, lo que se llama mi
«yo» —claro está que con la participación de todos los datos definidos configurados en mi
psiquis original durante mis últimos años, datos que me dieron entre otras cosas la
comprensión del psiquismo de las criaturas de tipo diferente aunque similar al mío—
comprobé y supe con certeza que en la integridad de todo lector sin excepción habría de surgir
inevitablemente, gracias tan sólo a este primer capítulo, un «algo» que automáticamente
engendraría cierta hostilidad definida hacia mi persona.
A decir verdad, no es esto lo que más me preocupa en este instante, sino el hecho de que una
vez finalizada esta lectura también comprobé que en la suma total de todo cuanto en este
capítulo se había expuesto, la totalidad de mi integridad en la cual tan reducido papel
desempeña el «yo» antes mencionado, se manifestó decididamente en contra de uno de los
mandatos fundamentales de aquel Maestro Común Universal a quien tanto y tan
particularmente estimo, Mullah Nassr Eddin, que podría formularse con estas palabras:
«Nunca metas la nariz en un nido de avispas.»
La agitación que se adueñó de todo el sistema relacionado con mis sentimientos debido al
conocimiento del hecho de que en el lector habría de surgir necesariamente un sentimiento
poco amistoso hacia mí, cedió inmediatamente, tan pronto como recordé el antiguo proverbio
ruso que afirma:
«No hay ofensa que no pase con el tiempo»; pero la agitación que provocó en mi sistema la
comprensión de mi negligencia para con el mandamiento de Mullah Nassr Eddin, no sólo me
sigue preocupando seriamente, sino que un proceso sumamente extraño, que comenzó en mis
dos «almas» recientemente descubiertas, manifestándose bajo la forma de una aguda
comezón, empezó a aumentar progresivamente hasta llegar a provocar un dolor casi
intolerable en la región situada un poco más abajo de la mitad derecha de mi ya, sin esto,
maltratado «plexo solar».
¡Pero espera!... También este proceso parece estar cediendo, y en todas las profundidades de
mi consciencia; y —permítaseme decir— «incluso debajo de mi subconsciente», comienzan
ya a surgir todos los requisitos necesarios para la seguridad completa de que finalmente habrá
de cesar por entero, pues he acertado a recordar otro fragmento de la sabiduría de la vida y
este pensamiento llevó a mi mentación a reflexionar que si bien actuaba, en verdad, contra el
consejo del altamente apreciado Mullah Nassr Eddin, actuaba también, sin embargo, sin
querer, de acuerdo con el principio de aquel simpático —poco conocido en el mundo, pero
jamás olvidado por quienes lo conocieron— Karapeto de Tiflis: toda una verdadera joya.
Puesto que este capítulo preliminar va siendo ya bastante largo, no importará demasiado que
lo alargue todavía un poco más para contarte acerca del simpatiquísimo Karapeto de Tiflis.
Debo aclarar ante todo, que hace unos veinte o veinticinco años, la estación de ferrocarriles de
Tiflis tenía un «silbato de vapor».
Todas las mañanas se le hacía sonar para despertar a los obreros ferroviarios y a los
empleados de la estación; pero como la estación de Tiflis se hallaba en un alto, el pito era oído
prácticamente en toda la ciudad, despertando no sólo a los empleados ferroviarios sino
también a todos los demás habitantes de la población de Tiflis.
En vista de lo cual, el gobierno local, si mi memoria no me engaña, llegó incluso a
intercambiar unas notas con las autoridades ferroviarias acerca de la perturbación ocasionada
por el mencionado pito en el sueño matutino de los pacíficos ciudadanos.
La tarea de hacer pasar el vapor por el silbato todas las mañanas, estaba a cargo de nuestro
Karapeto, quien trabajaba en aquella estación. De modo pues que, cuando día a día llegaba hasta la cuerda de la cual debía tirar para hacer pasar el vapor dentro del silbato, antes de tomarla, movía la mano en todas direcciones, pronunciando estentórea y solemnemente, como un muecín desde el minarete: «Tu madre es una ..., tu padre es un ..., tu abuelo es más que un...; ojalá que tus ojos, tus oídos, tu nariz, tu bazo, tu hígado, tus callos...» y así sucesivamente; en resumen, pronunciaba con diversas variantes, todas las maldiciones que conocía; y sólo después de haber terminado con esto, tiraba de la cuerda.
Cuando por primera vez me llegaron noticias de este Karapeto y su peculiar práctica, decidí
visitarlo un día, una vez finalizado el trabajo cotidiano, llevándole de regalo un pequeño
barrilito de vino Kahketiniano; y después de celebrar solemnemente con los indispensables
brindis de rigor, le pregunté —claro está que de la forma adecuada y también de acuerdo con
el complejo local de la «afabilidad» para las relaciones mutuas— por qué hacía aquello.
Una vez que hubo vaciado su vaso de un trago y cantado el famoso canto georgiano «Poco fue
lo que bebimos», comenzó a explicármelo plácidamente:
—Puesto que tú bebes el vino, no como la gente de hoy día, es decir, tan sólo por las
apariencias, sino honestamente, esto me demuestra desde el principio que no deseas
informarte acerca de mi práctica por simple curiosidad, a diferencia de nuestros ingenieros y
técnicos, sino debido a una verdadera sed de conocimiento, por lo cual deseo e incluso
considero mi deber confesarte sinceramente la razón exacta de estos ínfimos y sutiles
escrúpulos, por así llamarlos, que me condujeron a comportarme en tal forma y que, poco a
poco, llegaron a conformar en mí un hábito.
Entonces me relató lo siguiente:
—Tiempo atrás solía trabajar en esta estación de noche, en la limpieza de las calderas, pero
cuando se inauguró el silbato a vapor, el jefe de estación, teniendo en cuenta evidentemente
mi edad y mi incapacidad para realizar adecuadamente la pesada tarea que tenía encomendada,
me ordenó
DOCEAVA PARTE:
que me ocupara tan sólo de hacer sonar el pito, tarea para la cual tendría
que trasladarme puntualmente a la estación todas las mañanas y todas las tardes.
Durante la primera semana en que presté este nuevo servicio, advertí en cierta ocasión que
una vez cumplido mi deber, una especie de vago malestar se apoderaba de mí durante una o
dos horas. Pero cuando ese extraño malestar, cada día más intenso, llegó finalmente a convertirse
en una decidida enfermedad, que hasta me hizo perder el deseo de comer
«Makshokh», comencé a pensar continuamente, a partir de entonces, cuál podría ser la causa
del mal. En todo ello pensaba, y con especial intensidad, por una u otra razón, durante el
trayecto de ida a mi trabajo o de regreso del mismo, pero por mucho que me esforzaba no
lograba sacar en limpio absolutamente ninguna conclusión de mis cavilaciones.
Esto prosiguió durante casi dos años hasta que finalmente, cuando las callosidades de mis
manos se habían endurecido con el contacto diario de la cuerda para hacer sonar el silbato,
comprendí de pronto, casualmente, por qué había experimentado yo esa enfermedad.
El shock que produjo en mi mente la recta comprensión de lo que acontecía, como resultado
de lo cual se formó en mí, al respecto, una inalterable convicción, fue cierta exclamación que
acerté a oír involuntariamente en las siguientes y más bien peculiares circunstancias.
Una mañana en que me hallaba todavía medio soñoliento por haber pasado la primera mitad
de la noche en el bautizo de la novena hija de un vecino mío y la otra mitad en la lectura de un
interesantísimo y extraño libro que por casualidad había ido a parar a mis manos, llamado La
Magia y los Sueños, mientras avanzaba presurosamente camino de la estación para hacer
sonar el silbato, vi de pronto, en la esquina, un perrero-barbero-cirujano conocido mío,
perteneciente al servicio del gobierno local, que me hizo señas para que detuviera mi marcha.
La tarea de este perrero-barbero-cirujano amigo mío consistía en recorrer la ciudad a ciertas
horas acompañado de un ayudante y provisto de un carruaje construido especialmente al
efecto, recogiendo todos los perros extraviados cuyos collares no ostentasen las patentes de
metal distribuidas por las autoridades locales como testimonio del pago del impuesto
correspondiente, y llevando a los mencionados perros al matadero municipal donde los tenían
durante dos semanas por cuenta del municipio, alimentándolos con los desechos de la
matanza; si, expirado este plazo, los propietarios de los animales no los habían reclamado,
pagando la tasa correspondiente, los perros eran conducidos, con cierta solemnidad, por un
determinado pasaje que llevaba directamente a un horno construido al efecto.
Transcurrido un corto tiempo, salía por el otro extremo de este famoso e higiénico horno, con
un delicioso sonido de gorgoritos, cierta cantidad de una grasa transparente e idealmente
limpia para el provecho de los padres de nuestra ciudad dedicados a la fabricación de jabón y
quizás también a alguna otra cosa, y con un murmullo no menos delicioso para el oído, salía
también una considerable cantidad de otras muchas y útiles sustancias usadas como abono.
Este perrero-barbero-cirujano amigo mío empleaba el siguiente simple y admirablemente
hábil procedimiento para atrapar a los canes:
Nuestro hombre se había procurado en alguna parte una red común de pescadores grande y
vieja que, durante sus peculiares excursiones en pro del bienestar humano general a través de
los arrabales de nuestra ciudad, llevaba consigo, dispuesta de forma adecuada sobre sus
fuertes hombros, y cuando un perro sin su correspondiente «pasaporte» se ponía al alcance de
su omnividente y, para todas las especies caninas, terrible ojo, sin pérdida de tiempo, y con la
cautela de una pantera, se aproximaba a la víctima caminando sobre las puntas de los pies y,
aprovechando el primer momento favorable en que el perro se hallaba distraído o interesado
en alguna otra cosa, arrojaba la red sobre el mismo apresándolo en ella y luego, al colocarlo
en el carro, le sacaba la red de tal forma que quedaba automáticamente preso en la jaula del
mismo.
Precisamente en el momento en que mi amigo el perrero-barbero-cirujano me hizo señas para
que me parara, estaba a punto de arrojar la red, oportunamente, sobre una nueva víctima que
en ese instante se hallaba moviendo la cola muy contento mientras miraba a una perra.
Precisamente en el momento en que mi amigo iba a lanzar su red, súbitamente comenzaron a
resonar las campanas de una iglesia vecina, llamando a los fieles para sus plegarias matutinas.
Tan inesperado estruendo en el silencio de la madrugada, hizo que el perro se espantase y
saltando hacia un costado, se diera a la fuga por la calle solitaria con su mayor velocidad
canina.
Tanta fue a causa de esto la furia del perrero-barbero-cirujano, que se le pusieron todos los
pelos de punta, incluso los de las axilas, y arrojando la red sobre la acera, exclamó a gritos, al
tiempo que escupía sobre el hombro izquierdo:
«¡Demonios! ¡Qué horas de echar al vuelo las campanas!»
No bien hubo alcanzado la exclamación del perrero-barbero-cirujano mi aparato reflexivo, un
enjambre de diversos pensamientos comenzó a bullir en torno mío hasta conducirme
finalmente a la recta comprensión, a mi entender, de la razón por la cual se había producido
en mí la enfermedad instintiva mencionada con anterioridad.
Tan pronto como se hizo patente en mí esta idea, experimenté una especie de resentimiento
contra mí mismo por no habérseme ocurrido antes algo tan simple y tan claro.
Percibí con la totalidad de mi ser que mi efecto sobre la vida general no podía producir otro
resultado que el proceso que en mí había venido desarrollándose.
Y en verdad, todos aquellos que se despiertan de madrugada al oír el ruido producido por el
silbato de vapor, viendo así interrumpido su dulce sueño matutino, deben maldecirme sin
duda «por todo lo que hay bajo el sol», a mí precisamente, la causa de este ruido infernal: en
consecuencia, día a día, deben fluir hacia mi persona, procedentes de todas direcciones,
innumerables vibraciones malignas de toda suerte.
Esa significativa mañana, mientras me encontraba, después de haber cumplido mis deberes,
en el habitual estado de depresión que seguía siempre a mi tarea, me dediqué a meditar —en
un «Dukhan» y mientras comía un «Hachi» con ajo— sobre este problema, llegando
finalmente a la conclusión de que si yo maldecía a mi vez a aquellos quienes el cumplimiento
de mi tarea para el beneficio de cierta parte de la población parecía perturbar sobremanera,
entonces, de acuerdo con las explicaciones contenidas en el libro que había leído la noche
anterior, por mucho que aquellos, que como podría llamárseles, «yacen en la esfera de la
idiocia», es decir, en el adormilamiento intermedio entre el sueño y la vigilia, pudieran
maldecirme, ningún efecto podrían tener esas maldiciones —según las explicaciones del
mismo libro— sobre mí.
Y efectivamente, desde que comencé a hacerlo, no volví ya a sentir aquella enfermedad
instintiva.
Pues bien, ahora, paciente lector, debo realmente dar fin a este capítulo preliminar. Sólo me
resta firmarlo.
EL QUE...
¡Un momento! ¡Gran error! Una firma no es cuestión de bromas; en caso contrario podría
sucederle a uno lo mismo que a aquel ciudadano de uno de los imperios de la Europa central,
que debió pagar el alquiler correspondiente a diez años por una casa que sólo ocupó durante
tres meses, únicamente porque había estampado su firma en un papel que lo comprometía a
renovar el contrato por el alquiler de la casa todos los años.
Por ésta, así como por otras muchas experiencias perfectamente conocidas, deberé mostrarme
sumamente cauteloso en lo que a mi firma se refiere.
Muy bien, entonces.
El que en su infancia se llamó «Tatakh»; en la adolescencia «Moreno»; luego el «Griego
Negro»; en su madurez, el «Tigre del Turquestán» y ahora, no cualquier cosa, sino el
auténtico «Monsieur o Mister Gurdjieff», sobrino del «Príncipe Mukransky» o, para terminar,
simplemente, un «Maestro de Danzas».
FIN DE CAPÍTULO 1
TRADUCCIÓN AL ESPAÑOL DEL DESPERTAR DEL PENSAR