EL DESPERTAR DEL PENSAR II



RELATOS DE BELCEBÚ A SU NIETO G. I. GURDJIEFF
CAPÍTULO I Parte II

EL DESPERTAR DEL PENSAR
TRADUCCIÓN



En cuanto a aquélla, es decir, a mi falta de conocimientos acerca de las diferentes reglas y
procedimientos literarios, debo declarar que no me preocupa mucho.
Y si no me preocupa, ello se debe a que esta «ignorancia» ya ha ingresado a la vida de la
gente, entrando a formar parte de cierto orden de cosas. Así surgió esta bendición que ahora
florece por toda la superficie de la Tierra, gracias a esa nueva y extraordinaria enfermedad
que en los últimos veinte o treinta años, por una u otra razón, ha hecho presa especialmente en
la mayor parte de aquellas personas —pertenecientes a cualquiera de los tres sexos— que
acostumbran a dormir con los ojos entreabiertos y cuyos rostros constituyen suelo fértil para
el crecimiento de toda clase de granos.
Esta extraña enfermedad se manifiesta en que, si el paciente tiene algo de literato y se le
pagan tres meses de sueldo por adelantado, él (ella o ello) empieza a escribir invariablemente,
o bien un «artículo», o un libro entero.
Puesto que conozco perfectamente esta nueva enfermedad humana y su epidémica difusión
sobre la Tierra, tengo derecho, como vosotros comprenderéis, a suponer que estaréis
«inmunizados» —tal como dicen los «doctores»— y que, por lo tanto, no os indignaréis
demasiado por mi ignorancia de las reglas y procedimientos literarios.
Puesto que así lo entiendo, me siento íntimamente inclinado a convertir mi ignorancia de la
lengua literaria en el centro de gravedad de mi advertencia.
Como autojustificación, o quizás también para atemperar la censura de vuestra consciencia
vigilante con respecto a mi desconocimiento de este idioma indispensable para la vida
contemporánea, considero necesario declarar, con el corazón pleno de humildad y con las
mejillas rojas por el rubor de la vergüenza, que si bien a mí me enseñaron este idioma en mi
infancia, y si bien algunos de mis mayores que me prepararon para la vida responsable me
obligaron constantemente —sin ahorrar ni perdonar» ningún medio intimidatorio— a
«aprender de memoria» la hueste de diversos «matices» que componen en su totalidad esta
«delicia» contemporánea, no obstante, desgraciadamente — por supuesto— para vosotros, de
todo aquello que aprendí de memoria, nada perduró para salir a la luz en mis actuales
actividades de escritor.
Y nada perduró, según lo comprendí claramente hace poco tiempo, no por falta alguna de mi
parte o por culpa de mis viejos y respetados —o no respetados— maestros, sino porque todo
este trabajo humano fue realizado inútilmente debido a un suceso inesperado y
completamente excepcional que aconteció en el momento en que hice mi aparición en esta
Tierra de Dios; hecho que consistió en que —como cierto ocultista famoso en Europa me
explicó después de una minuciosa investigación «psico-astrológica», según se llaman estas
investigaciones— en ese preciso momento, a través del agujero abierto en el vidrio de la
ventana por nuestro chivo rengo enloquecido, cayó una lluvia de vibraciones sonoras
procedentes del fonógrafo Edison de un vecino, mientras la partera paladeaba en la boca una
tableta saturada de cocaína de origen germano que, además, no era «Ersatz», saboreando la
mencionada tableta alegremente, al compás de los sonidos que entraban por el vidrio roto.
Aparte de este hecho, de por sí raro para la gente normal, mi situación actual se deriva
también de que tiempo más tarde, durante las etapas preparatoria y adulta de mi vida —como
llegué a saber después de largas reflexiones, debo confesarlo, siguiendo el método del
profesor alemán Herr Stumpsinschmausen— siempre evité instintiva y automáticamente (a
veces, incluso, conscientemente), emplear, por principio, ese idioma para el trato con los
demás. Y semejante trivialidad, quizá no tan trivial, la manifesté gracias nuevamente a tres
datos que se configuraron en mi totalidad durante la edad preparatoria, datos éstos sobre los
cuales pienso informaros más adelante en este mismo capítulo de mis escritos.
Como quiera que ello haya sido, el hecho real, iluminado por los cuatro costados como un
anuncio publicitario norteamericano, y que no puede ya ser alterado por fuerza alguna, es que,
repito, si bien hasta hace poco me consideraban un maestro bastante bueno de danzas
sagradas, me he convertido ahora en escritor profesional y tengo el firme propósito de escribir
en abundancia —ha sido característica mía desde la infancia hacerlo todo siempre «largo y
tendido»—; sin embargo, pese a que carezco, como veis, de la práctica automáticamente
adquirida y automáticamente expresada necesaria para la tarea, me veré forzado a escribir
todo cuanto he meditado en el simple idioma ordinario de todos los días, impuesto por la vida,
sin ningún rebuscamiento literario y sin «sabihondeces gramaticales».
¡Pero la medida no ha sido colmada todavía!... Puesto que todavía no he decidido la cuestión
más importante de todas, a saber, en qué idioma he de escribir.
Aunque empecé a escribir en ruso, en ese idioma, sin embargo, según diría el más sabio de los
sabios, Mullah Nassr Eddin, en ese idioma, no se puede llegar muy lejos.
(Mullah Nassr Eddin o como también suele llamársele, Hodja Nassr Eddin, es poco conocido,
al parecer, en Europa y América, pero es muy famoso en todos los países del continente
asiático; este legendario personaje equivale al Tío Sam de los norteamericanos o al Till
Eulenspiegel de los alemanes. Muchos cuentos populares en Oriente, afines a los sabios
aforismos, algunos de origen antiguo y otros más recientes, fueron atribuidos y se atribuyen
todavía a este Nassr Eddin.)
El idioma ruso, no puede negarse, es excelente. Hasta creo que me gusta, pero... solamente
para contar anécdotas o para utilizarlo cuando uno alude a su parentela.
El ruso es como el inglés; este último es también excelente, pero sólo para discutir en las
«salas de fumar», sentados en un sillón con las piernas estiradas sobre otro, acerca de la carne
congelada australiana o, en ciertas ocasiones, de la cuestión hindú.
Estos dos idiomas son como el plato conocido en Moscú con el nombre de «sollanka», en el
cual hay de todo salvo tú y yo; a decir verdad, todo lo que uno pueda desear e incluso, el
«Cheshma»1, de Sheherezade.
También debo decir que a raíz de todo tipo de factores accidentales, o quizás no tan
accidentales, que influyeron sobre mi juventud, tuve que aprender —por lo demás con la
mayor seriedad y siempre, por supuesto, por autoimposición— a hablar, leer y escribir gran
número de idiomas, llegando a dominarlos hasta tal punto, que si al seguir esta profesión tan
inesperadamente impuesta sobre mí por el Destino, decidiese no sacar partido del
«automatismo» que se adquiere con la práctica, quizás pudiera escribir en cualquiera de ellos.
Pero si he de utilizar juiciosamente este automatismo automáticamente adquirido que tan fácil
se ha vuelto gracias a una larga práctica, entonces deberé escribir en ruso o en armenio porque
las peripecias de mi vida durante las dos o tres últimas décadas fueron tales que me vi
obligado a usar en el trato social con la demás gente los dos idiomas, volviéndome por
consiguiente, altamente diestro en su manejo automático.
¡Ah, diablos!... aun siendo así las cosas, uno de los aspectos de mi psiquismo peculiar,
insólito para el hombre medio, ha empezado ya a atormentar todo mi ser.