y convertirse en un impulso digno, es decir, el impulso del
deseo de aprender, el cual, a su vez, facilita una mejor percepción e incluso una más estrecha
comprensión de la esencia de cualquier objeto en el que, como suele suceder, pudiera
concentrarse la atención del hombre contemporáneo y, por consiguiente, casi estoy deseando
satisfacer, con sumo agrado, la curiosidad que acaba de nacer en tí en este momento.
Pues bien; es tiempo ya de que, prestando atención, trates de justificar y no defraudar mis
esperanzas. Esta original personalidad mía, «olfateada» ya por ciertos individuos definidos de
ambos coros de la Sede del Juicio Celestial, donde se lleva a cabo la Justicia Objetiva, y
también aquí en la Tierra, por un número de personas todavía muy reducido, está basada,
como ya dije, en los tres datos secundarios específicos configurados en mí en diversas épocas
de mi edad preparatoria. El primero de estos datos, desde el comienzo mismo de su aparición,
se convirtió, por así decirlo, en la principal palanca directriz de mi totalidad, y los otros dos,
las «fuentes vivificantes», por así llamarlas, en los medios de alimentación y
perfeccionamiento de este primer dato.
El surgimiento del mismo tuvo lugar cuando yo era todavía tan sólo un «querubín regordete».
Mi querida abuela, ya fallecida, vivía entonces y tenía algo más de cien años de edad.
Cuando mi abuela —que la gloria de Dios sea con ella— estaba en su lecho de muerte, mi
madre, como era costumbre entonces, me llevó a su lado y cuando yo le besé la mano
derecha, mi querida abuela me colocó su moribunda mano izquierda sobre la cabeza y con un
susurro apenas audible me dijo:
—¡Tú, el mayor de mis nietos, escúchame! Escúchame y recuerda siempre éste, mi último
deseo: nunca te comportes en la vida como lo hacen los demás.
Así que hubo dicho esto, me miró el puente de la nariz y advirtiendo evidentemente mi
perplejidad y mi escasa comprensión de lo que me había dicho, agregó algo irritada, con
autoridad:
—O no hagas nada —ve a la escuela solamente— o si no, haz algo que nadie más que tú haya
hecho.
E inmediatamente después, sin vacilación alguna y con una perceptible actitud de desdén por
todo cuanto la rodeaba, así como con una admirable autoconsciencia, puso su alma
directamente en las manos del arcángel Gabriel.
Entiendo que será interesante e incluso instructivo para ti, saber que todo esto produjo en mí
tan profunda impresión, que de pronto me volví incapaz de soportar la presencia de persona
alguna a mi alrededor, de modo que, tan pronto como salimos de la habitación en que yacía el
«cuerpo planetario» mortal de la causa de mi despertar, silenciosamente, tratando de no llamar
la atención, me deslicé hacia el arca en que, durante la cuaresma, se guardaban el salvado y
las cáscaras de patata para nuestros «auxiliares sanitarios», es decir, nuestros cerdos, y allí me
quedé, sin comer ni beber, en medio de una tempestad de agitados y confusos pensamientos
—de los cuales, por fortuna para mí, sólo tenía entonces en mi aniñado cerebro un número
extremadamente reducido— hasta que mi madre regresó del cementerio; pues sus llantos al
descubrir que había desaparecido, tras una vana búsqueda, llegaron, por así decirlo, a
«abrumarme», de modo que inmediatamente abandoné el arca y poniéndome en pie sobre el
borde, corrí hacia ella con las manos extendidas y aterrándome a sus faldas, comencé involuntariamente
a dar patadas al suelo e ignoro por qué, a imitar el rebuzno del asno de nuestro
vecino el alguacil.
Por qué me produjo aquello una impresión tan fuerte y por qué tuve entonces casi
automáticamente una conducta tan extraña, es cosa que no puedo decidir ahora, si bien en
años recientes, especialmente en los días llamados de «carnestolendas», medité largamente
sobre este punto, tratando principalmente de descubrir su causa.
Se me presentó entonces la hipótesis lógica de que quizás ello se debió tan sólo a que la
habitación en que se desarrollara esta sagrada escena, que tan tremendo significado habría de
tener durante el resto de mis días, se hallaba impregnada hasta el último rincón con el aroma
de un incienso especial procedente del monasterio del «Viejo Athos», sumamente popular
entre los adeptos a diversas sectas cristianas. Sea como fuere, el hecho es que así sucedió.
Durante los días que siguieron a este suceso, nada de particular me aconteció, a menos que
hubiese guardado alguna relación con lo anterior el hecho de que, en aquellos días, caminé
más que de costumbre con los pies en el aire, es decir, sobre las manos.
Mi primer acto, evidentemente en desacuerdo con las manifestaciones de los demás, si bien
verdaderamente ajeno a la participación, no sólo de mi consciencia, sino también de mi
subconsciente, tuvo lugar exactamente en el cuadragésimo día después de la muerte de mi
abuela, en una ocasión en que toda nuestra familia, nuestros parientes y todos aquellos para
quienes mi querida abuela —a quien todos amaban— se había convertido en verdadero objeto
de estima, nos reunimos en el cementerio, según la costumbre, a fin de realizar sobre sus
restos mortales, guardados en la tumba, lo que suele llamarse el «servicio de réquiem»;
entonces, repentinamente, sin ton ni son, en lugar de observar la conducta convencional entre
la gente de cualquier grado de moralidad tangible e intangible y de toda suerte de posición
material, es decir, en lugar de quedarme en pie y en silencio, abrumado por el dolor, con
expresión afligida en el rostro e incluso con lágrimas en los ojos, comencé a brincar alrededor
de la tumba, en una especie de danza, cantando:
«Dejad que con los santos descanse,
Ahora que ya es 'fiambre';
¡Ay!¡Ay!¡Ay.
Dejad que con los santos descanse,
Ahora que ya es fiambre.»
... y así seguí.
Y fue así, precisamente, como empezó a surgir en mi integridad un «algo» que, con respecto a
toda clase de, por así llamarlas, «monerías», es decir, con respecto a las imitaciones de las
manifestaciones automatizadas ordinarias de los que me rodeaban, siempre engendró en mí lo
que he de denominar ahora un «impulso irresistible» a no hacer las cosas como los demás.
Daré algunos ejemplos de los actos que por entonces solía realizar con más frecuencia.
Si, por ejemplo, mientras me enseñaban a tomar la pelota con la mano derecha, mi hermano,
mis hermanas y los niños del vecindario que venían a jugar con nosotros, arrojaban la pelota
al aire, yo, con la misma intención antedicha, hacía rebotar primero la pelota en el suelo y
sólo una vez que había rebotado, me lanzaba, no sin hacer antes un salto mortal, hacia ella,
para tomarla sólo con el pulgar y el dedo medio de la mano izquierda; o bien, si todos los
demás niños se dejaban deslizar por el suelo desde una cierta altura, cabeza abajo, yo a mi vez
también trataba de hacerlo e incluso cada vez mejor, pero, para utilizar las palabras de los
chicos, lo hacía «de culo»; o bien, si nos regalaban algunos pasteles de los llamados
«Abarania», todos los demás niños, antes de llevárselos a la boca, les pasaban primero la
lengua, evidentemente para probarlos y disfrutar la agradable sensación inminente, sin
embargo yo empezaba oliéndolos por los cuatro costados, llegando a veces, incluso, a
acercármelos al oído, escuchando atentamente; luego, casi inconscientemente, aunque con
toda seriedad, murmuraba para mis adentros «No deberás comerlo, o reventarás»,
canturreando al mismo tiempo rítmicamente; a continuación, engullía por fin un trozo entero
bruscamente y sin saborearlo, para luego recomenzar de nuevo; etc., etc., etc.
La primera vez que se manifestó en mí uno de los dos datos mencionados, convertidos más
tarde en las fuentes «vivificadoras» para la nutrición y el perfeccionamiento de las
instrucciones impartidas por mi abuela fallecida, coincidió con la edad en que dejé de ser un
querubín regordete para convertirme en lo que se llama un «sabandija», habiendo empezado a
ser ya, como a veces suele decirse, un «aspirante
OCTAVA PARTE
un «aspirante a joven caballero de agradable apariencia y
dudoso contenido».
Estas son las circunstancias que rodearon a dicho suceso y que quizás se hallen combinadas
de algún modo con el propio Destino.
Junto con cierto número de sabandijas como yo, me hallaba un día colocando trampas para
palomas en el techo de la casa de un vecino, cuando de repente me dijo uno de los chicos que
estaban en pie a mi lado, mientras clavaba sus ojos en los míos fijamente:
—Me parece que el lazo de cerda tendría que estar dispuesto de tal modo que nunca apresara
el dedo mayor de la paloma, pues, como nuestro profesor de zoología nos explicó
recientemente, durante el movimiento, es precisamente en ese dedo donde la paloma
concentra sus fuerzas y por consiguiente, si este dedo es atrapado por el lazo, la paloma
podría, como es natural, romperlo fácilmente.
Otro muchacho, agachado precisamente enfrente de mí, y de cuya boca, dicho sea de paso,
salía saliva en profusión y en todas direcciones siempre que hablaba, se abalanzó sobre esta
observación del primero, embarcándose, con copiosa proyección de saliva, en la siguiente
refutación:
—¡Cierra el pico, descendiente de hotentotes! ¡Eres un aborto, igual que tu maestro! Si fuera
cierto que la mayor fuerza física de la paloma está concentrada en el dedo mayor, entonces,
con más razón, tendríamos que tratar de atrapar ese dedo en el lazo. Sólo entonces habría
algún sentido para nuestro objetivo —es decir, el de cazar estas infortunadas criaturas— en
aquella particularidad cerebral propia de todos los poseedores de ese suave y resbaloso «algo»
que consiste en que, cuando, gracias a otras acciones, de las cuales depende su insignificante
manifestabilidad, se origina una necesaria ley periódica conforme a lo que suele llamarse
'cambio de presencia', entonces, esta pequeña, por así llamarla «ley conforme a la confusión»
que debe entrar en acción para animar otros actos en su funcionamiento general, permite
inmediatamente que el centro de gravedad de la función total, en la cual este resbaloso «algo»
desempeña un papel muy pequeño, pase momentáneamente de su lugar habitual a otro sitio,
debido a lo cual se obtienen a menudo en la totalidad de su función general, inesperados y
ridículos resultados que rayan en lo absurdo.
Descargó estas últimas palabras con tal profusión de saliva, que a mí me pareció como si mi
rostro hubiera estado expuesto a la acción de un «atomizador» —no un producto «Ersatz»—
inventado por los alemanes para teñir las telas con colorantes de anilina.
Esto era más de lo que yo podía soportar y, sin abandonar mi posición en cuclillas, me lancé
sobre él de cabeza, golpeándolo con todas mis fuerzas en la boca del estómago; la intensidad
del impacto fue tan grande que cayó al suelo sin conocimiento.
No sé, ni quiero saber, con qué ánimo habrá de formarse en tu mentación el resultado de las
declaraciones relativas a la extraordinaria coincidencia —en mi opinión— de las
circunstancias de la vida que pasaré a formular a continuación, si bien para mi mentación, esta
coincidencia constituyó un material excelente para asegurar la posibilidad de que este suceso
por mí descrito, que tuvo lugar en mi juventud, no se desarrollara simplemente por pura
casualidad, sino obedeciendo a la creación intencional de ciertas fuerzas extrañas.
El hecho es que esta destreza me fue acabadamente revelada sólo unos pocos días antes de
este suceso, por un sacerdote griego procedente de Turquía, quien, perseguido por los turcos a
raíz de sus convicciones políticas, se había visto obligado a huir del país y que, a su llegada a
nuestra ciudad, había sido contratado por mis padres para que me enseñara el griego moderno.
Ignoro en qué datos apoyaba sus convicciones e ideas políticas, pero recuerdo perfectamente
que en todas las conversaciones, incluso cuando me explicaba la diferencia existente entre las
expresiones exclamatorias en el griego antiguo y en el moderno, proporcionaba ejemplos en
los que claramente se manifestaban sus sueños y sus deseos de marcharse lo antes posible a la
isla de Creta, revelando así ser un verdadero patriota.
Pues bien; al contemplar el efecto de mi acometida, me sentí, debo confesarlo, horriblemente
asustado, dado que, ignorando la reacción natural que provocan los golpes en ese lugar, creía
haberlo matado.
En el momento en que experimentaba este temor, otro muchacho, primo de aquel que se había
convertido, por así decirlo, en la primera víctima de mi «aptitud para la defensa personal»,
poseído evidentemente por el sentimiento que llamamos de «consanguinidad», se abalanzó
inmediatamente sobre mí, asestándome un violento puñetazo en la cara.
Este golpe, me hizo, lo que se dice, «ver las estrellas» y al mismo tiempo, se me hinchó la
boca como si hubiera encerrado en ella la comida necesaria para la alimentación artificial de
un millar de pollos.
Al cabo de cierto tiempo, y amortiguado ya el efecto de estas dos extrañas sensaciones,
descubrí efectivamente la presencia de cierto objeto extraño en mi boca que, al extraerlo con
los dedos, resultó ser nada menos que una muela de grandes dimensiones y extraña forma.
Al verme contemplar este extraordinario diente, todos los demás chicos se amontonaron a mi
alrededor comenzando ellos también a examinarlo con gran curiosidad, en medio de un raro
silencio.
Para entonces, el que había perdido el conocimiento, se había recobrado completamente y,
uniéndose al grupo, comenzó a mirar el diente compartiendo la intriga general, como si nada
le hubiese pasado.
Este extraño diente tenía siete puntas, y en el extremo de cada una de ellas sobresalía en
relieve una gota de sangre y a través de cada una de estas gotas brillaba nítida y
definidamente, uno de los siete aspectos de la manifestación del rayo blanco.
Después de este silencio, insólito en un grupo de «sabandijas», nuevamente renació nuestra
algarabía, y en medio de esta algarabía, decidimos ir a ver inmediatamente al peluquero,
perito en la extracción de dientes, para preguntarle por qué era así ese diente.
De modo pues que, sin esperar un instante más, descendimos todos del tejado y nos
marchamos hacia la peluquería, claro está que conmigo, el «héroe del día» orgullosamente en
cabeza.
El peluquero, después de una rápida ojeada, declaró que se trataba tan sólo de una «muela del
juicio» y que todos los individuos pertenecientes al sexo masculino que son alimentados
exclusivamente con la leche de la madre hasta que pronuncian por primera vez las palabras
«papá» y «mamá» y que a primera vista pueden reconocer entre otros muchos rostros el de su
propio padre, poseen una de estas muelas.
Como consecuencia de la suma total de los efectos de este suceso —mi pobre «muela del
juicio» se convirtió en un sacrificio completo— no solamente comencé a tener, a partir de ese
momento, una consciencia en perpetua absorción, con respecto a todas las cosas de la propia
esencia de la esencia de la orden de mi abuela —que Dios la tenga en su gloria— sino que,
debido a que no fui a un «dentista diplomado» para hacerme tratar la cavidad que había sido
ocupada por el diente en cuestión, lo cual, a decir verdad, no pude hacerlo en razón de
hallarse mi hogar demasiado alejado de todo centro cultural contemporáneo, comenzó a
exudar en forma crónica de esta cavidad un «algo» que —como me explicó en época muy
reciente un celebérrimo meteorólogo con quien nos hemos hecho «íntimos amigos» debido a
las frecuentes reuniones en los restaurantes nocturnos de Montmartre— tenía la propiedad de
despertar un gran interés por las causas de cualquier «hecho real» sospechoso, así como de
estimular cierta tendencia a averiguar el origen del mismo; y esta propiedad, que no me había
sido transmitida por herencia, me condujo de forma gradual y automática a convertirme
finalmente ...
NOVENA PARTE
automática a convertirme
finalmente en un verdadero perito en la investigación de todos los fenómenos anormales que
me salían al paso, lo cual ocurría con suma frecuencia.
Recién formada en mi ser esta propiedad, después de este suceso —en que yo, claro está que
con la cooperación de nuestro OMNICOMÚN SEÑOR EL DESPIADADO HEROPASS, es
decir, el «fluir del tiempo», me transformé en el joven que ya he descrito— se convirtió para
mí en una llama imperecedera y real de consciencia.
El segundo de los mencionados factores vivificantes, para la fusión completa, esta vez de las
instrucciones de mi querida abuela con todos los datos que constituyen mi ser individual
general, fue la totalidad de impresiones recibidas a través de la información que tuve la suerte
de adquirir, en relación con el hecho que tuvo lugar entre nosotros, aquí, en la Tierra,
revelador del origen de ese «principio» que, resultó ser de acuerdo con las dilucidaciones de
Allan Kardec durante una sesión espiritista «absolutamente secreta», convirtiéndose después
en todas las partes habitadas por seres como nosotros y sentando sus dominios por igual en
todos los demás planetas de nuestro Gran Universo, en uno de los principales «principios
vitales».
He aquí la formulación en palabras de este nuevo «principio de la vida universal y total»:
«Si estás de parranda, parrandea hasta el fin, incluyendo el franqueo.»
Como este «principio», actualmente universal, surgió en el mismo planeta en que tú naciste y
en que, además, transcurre tu existencia rodeada de rosas y con algún que otro fox-trot que
bailas de vez en cuando, me considero sin derecho a ocultarte la información que poseo, y que
arroja cierta luz sobre algunos detalles precisamente del surgimiento de ese principio
universal.
Poco tiempo después de habérseme inculcado el nuevo patrimonio mencionado anteriormente,
es decir, el impulso incansable hacia la dilucidación de las razones que explican la aparición
de toda clase de «hechos reales», a mi primera llegada al corazón de Rusia, la ciudad de
Moscú —donde me dediqué, no encontrando ninguna otra cosa para la satisfacción de mis
necesidades psíquicas, a la investigación de las leyendas y proverbios rusos—, acerté a
aprender —no sé si por accidente o como consecuencia de un encadenamiento causal objetivo
regido por una ley que no conozco— lo siguiente:
Había una vez un mercader ruso que no era, por su aspecto exterior, sino eso: un simple
mercader que debía viajar frecuentemente de su pueblo de provincias a la segunda capital de
Rusia, la ciudad de Moscú, por un negocio u otro. Sucedió un día que su hijo —el favorito del
padre, pues se parecía extraordinariamente a la madre— le pidió que le trajera cierto libro de
la capital.
Cuando este gran autor inconsciente del «principio de la vida» universal y total, llegó a
Moscú, hizo, junto con un amigo, lo que era entonces y sigue siendo todavía habitual allí:
emborracharse completamente con vodka.
Y así que estos dos habitantes de este vasto agrupamiento contemporáneo de criaturas bípedas
hubieron bebido un número conveniente de vasos de esta «bendición rusa» y hubieron
discutido lo que se llama la cuestión de la «educación pública» —con la cual ha sido de rigor,
durante mucho tiempo, empezar todas las conversaciones— nuestro mercader recordó
repentinamente, por asociación, la petición de su querido hijo, resolviéndose a salir
inmediatamente en compañía de su amigo, en busca de una librería para comprar el libro.
Una vez en la librería, el mercader, después de revisar cuidadosamente el libro que había
solicitado, preguntó el precio.
A lo cual el vendedor replicó que costaba sesenta kopeks.
Al advertir que el precio marcado en la cubierta del libro era de sólo cuarenta y cinco kopeks,
nuestro mercader comenzó a reflexionar de un modo extraño, inusitado en general en los
rusos, y después, retrayendo los hombros, enderezándose casi como una columna y sacando el
pecho como un oficial de la guardia, dijo, después de una corta pausa, con voz muy suave
pero con entonación que dejaba apreciar una gran autoridad:
—Pero aquí marca cuarenta y cinco kopeks. ¿Por qué me pide sesenta?
Ante lo cual, el librero, poniendo lo que se llama una cara «oleaginosa», propia de todos los
vendedores, contestó que el libro costaba ciertamente nada más que cuarenta y cinco kopeks,
pero que él debía venderlo a sesenta porque los quince kopeks de diferencia habían sido
agregados para el franqueo.
Ante semejante respuesta, nuestro mercader ruso, perplejo frente a dos hechos tan
completamente contradictorios, pero evidentemente conciliables, clavó la vista en el cielo raso
y se entregó a una nueva meditación, pero esta vez como un profesor inglés que hubiera
inventado una cápsula para el aceite de ricino; hasta que por fin, volviéndose bruscamente
hacia su amigo, profirió por primera vez sobre la faz de la Tierra, la fórmula verbal que,
puesto que expresa en su esencia una indudable verdad objetiva, ha asumido desde entonces el
carácter de un aforismo.
Esto es, pues, lo que le dijo a su amigo:
—No importa, nos llevamos el libro. Total, hoy estamos de parranda y «si uno anda de
parranda hay que parrandear hasta el fin, incluyendo el franqueo».
En cuanto a mí, condenado, desgraciadamente, a experimentar en vida las delicias del
«Infierno», tan pronto como tuve conocimiento de todo esto, algo sumamente extraño que
nunca había experimentado antes ni volví a experimentar después, comenzó a manifestarse
inmediatamente en mi interior. Era como si en mi ser se hubieran establecido toda suerte de
«competencias», como las llaman los «Hivintzes» contemporáneos, entre asociaciones y
experiencias procedentes de fuerzas diversas.
Al mismo tiempo, comencé a sentir una comezón casi intolerable en toda la región de la
columna vertebral y un cólico, también intolerable, en el mismísimo centro del plexo solar, y
todo esto, es decir, estas sensaciones de acción recíproca fueron reemplazadas súbitamente,
después de cierto tiempo, por un estado de profunda paz interior que sólo una vez volvió a
repetirse más tarde en mi vida, cuando se me hizo objeto de la ceremonia de la gran iniciación
en la Hermandad de los «Originadores de la transformación del aire en manteca»; y más tarde
cuando «yo», es decir, este «algo desconocido» que soy, que en los tiempos antiguos lo
definió un loco —llamado por quienes lo rodeaban, tal como también ahora llamamos a esas
personas, «sabio»— como un surgir relativamente transferible, dependiente de la calidad del
funcionamiento del pensamiento, del sentimiento y del «automatismo orgánico», y de acuerdo
con la definición de otro sabio también antiguo y famoso, el árabe Mal-El-Leb, definición,
dicho sea de paso, que fue tomada en el curso del tiempo y repetida bajo una forma diferente,
por nada menos que el sabio griego Jenofonte, como «el resultado compuesto de la
consciencia, la subconsciencia y el instinto»; de modo pues que cuando yo —este mismo
«yo»— volví, en este estado, mi azorada atención sobre mí mismo, comprobé en primer
término, claramente, que cada una de las palabras de aquel «principio de la vida universal y
total» se había convertido en mi ser en una especie de particular sustancia cósmica y que, al
fundirse con los datos ya cristalizados en mí desde mucho tiempo antes de la orden de mi
fallecida abuela, había transformado estos datos en un «algo» y este «algo», impregnando en
todas sus partes mi ser total, se había establecido para siempre en cada uno de los átomos que
componen esta totalidad de mi ser, y en segundo término, éste mi malhadado yo sintió
entonces, definidamente y con un impulso de sumisión, se volvió consciente del para mí,
triste hecho, de que ya desde aquel momento yo tendría que, quisiera que no, manifestarme
siempre y en todos los casos sin excepción, de acuerdo con este patrimonio heredado y no de
acuerdo con las leyes de la herencia, ni siquiera de acuerdo con las circunstancias del medio
circundante, sino de las procedentes de mi integridad ...